miércoles, 30 de diciembre de 2009

Cuando eramos reyes.
El eramos en pasado implica un reino de autómatas y movimientos maquinados con sonrisillas tontas en las bocas. La plebe a nuestros pies se inclinaba a nuestro paso y lanzaba alabanzas, como si las fuésemos a recoger en un sombrero para luego cantar y danzar en una plaza donde intercambiarlas por monedas.
Cuando eramos reyes no nos importaba derrochar todos los tiempos y las horas, porque las que venían después entrelazan sus venas con nuestros nervios y latían incesantes mientras lamíamos todas y cada una de las bocas que con palabras sellábamos.
A caballo entre lo que sonábamos y lo que queríamos que soñando dejase de ser sueño cabalgábamos a lomos de ventanales abiertos a la noche y tragando la luz que despreciaba el día, y bebíamos sin dejar de callar porque pensábamos que los delirios de alcohol no existen, y si existen, no son más allá que el engendro del amor de dos piedras que se juntaron para hacernos caer mientras corríamos por el camino.
Nosotros sabíamos que siempre podíamos tirar la toalla y dejarnos llevar cerrando los ojos, o sin cerrarlos y mirando el paisaje que se asomaba en nuestras pupilas. Pero nos gustaba pelearnos contra todo y contra todos, y nos gustaba sangrar y volver derrotados y ver la ternura en las manos del cirujano que nos reparaba el corazón. De confianza, por supuesto.
Eramos conscientes del desenfreno y la velocidad que tomábamos en las curvas, pero nos daba igual. Que si descarriábamos, la inmaterialidad y efímera presencia de un ángel de alas negras nos recogería con pala y escoba, y producto del caos y la alteración lógica de la ruptura del guardarraíles no volveríamos a aceptar las señales de stop como suficientes para nosotros, que eramos reyes.
Nosotros sabíamos que el camino no llevaba a ninguna parte. Lo sabíamos. Pero eramos reyes.
Jugábamos a las cartas cuando nos venía en gana, y quien gana ya sabe que tras él aguarda la vendeta de un perdedor que machaca entre dientes la estrategia inteligible pero sensible que alce como suya la corona de un rey de trono cojo. Un rey de parche en el ojo y espada desafilada, de manos sucias y corazón mugriento. De vertedero y chabola. De epilepsia cerebral y desvaríos constantes, de sangre en vena y luces titilantes. Un rey de renglones y escalones, de caída libre y cenizas. De vientos. De mareas de verano y noches de sexo. De mucho hablar y poco decir. De mucho oír y poco escuchar. De capullo sin flor, y de raíz sin semilla. De humo, y de promesas con fecha de caducidad. Con trono a corto plazo. Y con un reino que devolver.
Un rey. Pero rey, al fin y al cabo.
Cuando fuimos reyes.












enc.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Cuando voy caminando descalza siempre pienso que me pincharé la planta del pie con cualquier piedra puntiaguda que, sin querer, pise. No sé por qué pienso tales cosas, ya que nunca salgo descalza a darme largos paseos.
Hace unos tiempos decidí deshacerme de unas viejas y pequeñas botas revestidas de niñez, con cordones puros y que aún no habían echado a volar. Al principio me gustaba ver las caras de la gente cuando se fijaban en mí, porque siempre se sorprendían de mi tibia desnudez. Yo nunca miraba al suelo, y no sé por qué. Todo era nuevo, recién comprado, y brillaba. Estaba encantada con mi nuevo juguete, y no hacía más que poner carteles e ir al cine y proyectar en la pantalla lo mucho que lo quería.
A mí me ocurría que siempre crecía y las palabras de alrededor burbujeaban a veces tanto que me sumergía sin saberlo en un mar de refrescos con gas. No me importó mucho porque flotaba, y me dejé llevar por las corrientes de medio vaso vacío. Cuando estrellé mi cuerpo contra un árbol y me hice un chichón en el corazón me dí cuenta de que ya no me gustaba, y que lo que quería era taparme con un edredón de plumas en mi cama y no salir en cinco noches.
Los colores me echaban de menos y me hicieron vomitar. Tragué la saliva ácida, pero me volví a envolver el cuello con su gama de tonalidades. Yo, por aquel entonces de relojes de granos de arena, me balanceaba en una sonrisa de cristal, y no me molestaba columpiarme en una media luna, aunque a veces resbalé y casi doy con mis huesos en algún tejado.
Un día amaneció, y casualmente estaba en vela para verlo. Nunca había visto un amanecer, y me gustó tanto que decidí apresarlo en una camisa de fuerza. Me la pongo cuando está anocheciendo, y así me acuerdo.
Me compré un par de grandes y pequeños calcetines, para en invierno poder bañarme en el mar sin sentir demasiado el frío. De tanto usarlos se deshilacharon, pero eran tan bonitos que aún conservo su luz del mar.
El pelo me llegaba por las rodillas, y pensé cortar por lo sano y bajarme del barco. Siempre preferí la tierra firme y la balsa anclada. Iba a tanta velocidad que me dio mucho miedo, pero cerré los ojos. No miré, pero aún así sentía los cortavientos chocando contra mis ojos.
Hoy es el día del barco. Y en la borda cuento las piedrecillas con las quee hice el collar de todo. Estoy pensando deshacerme de él; arrojarlo e ir yo detrás, o sólo dejarlo en cubierta y ahogarme mientras flotan tras de mí.

Mientras tanto, estoy mirando las estrellas. Creo que es la única forma de perder el tiempo pensando que no lo estoy haciendo.














enc.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Que caen lágrimas blancas como copos de nieve que antes pisaba y helaba para estrellar en un cristal.
Que están calientes en mis manos como una caricia entre dientes y el humo mezclado con vaho de las cuatro de la mañana.
Que son besos tras los muros que caen en doscientos pedazos pintados a tres colores. El impacto de metralla que sesga vidas como quien siembra odios.
Las pintadas de banderas que ondean en nombre de una revolución que se oye en ecos por las paredes de papel. Las ventanas que no tienen vidrio y por las que agrede el frío toda su piel. Todo suyo.
Que el río lóbrego navega contra los puentes y se acuna en las orillas preñadas de suaves labios de ardiente carámbano. Besar con una lengua prendida en llamas y lamer la garganta ardua rascando los rescoldos de piedras y años.
Que luchan con el corazón y siempre hieren derrotados. Que buscan entre las luces las sombras de sus cuerpos y nunca encuentran. Que siempre pierden sin saber lo que ganaron. Que siempre aman y siempre callan.


Que está nevando. Y cayó el muro y aún no nos hemos dado cuenta.


Que no calla el reloj.














enc.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Te prometo que aunque dé la vuelta al mundo y tarde años y vidas en volver no voy a dejar de pensar en ti ni un solo segundo. Y si me dejas, voy a hacer que te sienta tan cerca que parecerá que viajas a mi lado. Y si me dejas, te tomaré la mano todas las noches que duerma contigo. Y si me dejas, todo será lo que vea y más que todo será lo que quieras.













enc.

martes, 8 de diciembre de 2009

Voy a pensar que no voy a volver. Voy a pensar que no volveré a verte y voy a ver si así entonces logro sacar algo más que palabras vacuas.
Voy a pensar que es un adiós, porque ya no quedan hasta luegos. Y entonces, a lo mejor así entiendo por qué ya no me duele el alejamiento que vive intrínseco en nuestras miradas.
Voy a pensar que las palabras no existieron y que de verdad tu no quisiste decir lo que dijiste y que yo de verdad sentía lo que no quise sentir.
Voy a salir a la calle a esconderme en las alcantarillas y a perseguir tus sombras en las noches que salgas a beberte todos los bares, a fumarte todos los vientos y a follarte todas las farolas. Las apagadas y las que lucen fugazmente.
Voy a dedicarme a escalar por tu ventana y tirarte piedras para derribar tu sueño. Voy a escribirte millones y millones de cartas. Una cada día, pero no voy a dejar tirada ninguna en ningún buzón. Voy a hacer un camino con ellas, que salga de tu casa y acabe en un acantilado, y la última frase será un te quiero, pero vagará a la deriva en un mar bravío, y nunca sabrás que lo escribí con sangre, a menos que saltes y te claves todas las aristas de los riscos.
Voy a coger el último tren. El que parte a las tres y media.
Mientras, voy a estar en tu portal, en el rellano de la escalera, mirando por una mirilla puesta del revés.
Estaré intentando buscar más allá de lo sensible y más cercano al idealismo, todos los deseos en estado vegetativo que no quieren reanudar una carrera nerviosa, porque saben que siempre ganará el desbocado ladrido de un corazón que funciona con gasolina.
Prueba a prender la mecha que asoma por mi boca con tu lengua de fuego, y verás cómo los alaridos de mil y una guerra estallan en diminutas volutas de semilla de flores rojas.
Papá, vamos otra vez. Y jugaremos a destornillar todos los huesos y luego hacer con ellos un puente de alfileres e hilo dorado por el que sólo pase una carroza alada tirada por pequeñas hormigas que no cesen en su empeño de escalar hasta el penacho de cielo que sólo en noches de tormenta asoma entre los rayos.
Cántame la de los enamorados que pasean inmunes por una ciudad entera bañada por pájaros que cantan por las autopistas desiertas y se estremecen al estrábico mirar del dolor joven.
Vamos. Asómate a la ventana cuando me esté yendo y sepas que no voy a volver y entonces llores y me digas que me quieres y yo como cualquier gilipollas más, poco original y borracho de amor y hasta las trancas de ti, no haga otra cosa que besar el suelo por el que caminas.
Hazlo porque sabes que lo haré, porque soy preso de una cárcel de barrotes de alambre y custodio de centenares de centinelas que son tu nombre. Y si me voy, voy a dejar a tu lado todo lo que late y lo que no lo hace por ti, y sé que aunque coja el tren de las tres y media tú te lo vas a quedar todo y no lo vas a soltar a menos que me arrodille y solloze y me trague las lágrimas porque no te gusta verme llorar. Y cuando lo haga y sea menos que nada decidirás que ya no quieres un juguete al que se le acaban las pilas.
Y volverás a decirme todo lo que no quisiste decir y yo volveré a sentir lo que no quise sentir.
Son las tres y veintinueve.
Tienes sesenta segundos para introducir una nueva moneda, y yo tengo toda una eternidad para seguir viviendo mientras juegas conmigo.













enc.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Deplora no haber sabido evidenciar en tintura y pliego la hueste de grafemas atronadoras que singlan por todo capilar, impeladas por cada inhalación engendrada por la eventual proximidad de la superficie de su piel, que desase sin vuelta el rugido de un dragón en las entrañas más insondables de lo que vulgarmente comprenden como raquítico corazón.

Conduélete de ello y de la contingencia de saberse entalingo a un pretérito subjuntivo.
Llora.


Por más que seas un loco desesperado, llamando a voces que retorne, no va a volver.
Nunca volverá.
















enc.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Es noviembre. En las calles, y en las hojas de los libros.
En ellas también muda el tiempo, y se deshojan como cascaruja marrón sucio. Y encima en el suelo todo el mundo las pisa, y crujen y provocan que los frenazos de los coches se entremezclen con la clave de sol ámbar y amarilla.
Un día llovió. Pero en ese momento no me asomé a la ventana, y llegué tarde a consolar el llanto de otoño. Salí después a pasear, y aún pude ver cómo las lágrimas habían mojado los adoquines y el asfalto, y cómo sorbía e hipaba por las alcantarillas.
Hubiese querido recoger con un pañuelo todas las gotas que colgaban de las ramas de los árboles, como pendientes en las orejas de una bella dama de ojos tristes. Salí sin paraguas y sin calcetines, y al final yo también acabe llorando hasta los pies.
Cuando me quise dar cuenta, ya no quedaban surcos en mis manos que evidenciasen los millones de lagrimones que habían desfilado una detrás de otra, sin pararse y con paso firme, por todos mis dedos. Sin embargo, los semáforos continuaban empañados y húmedos, y me pregunté por qué sus lágrimas tardaban más en secar.
Me sorprendió la gente. Todos corrían cuando empezó a sentirse triste y se apagó la luz de sus ojos, velados por una súbita tristeza, y en cuanto apareció en la comisura de su párpado la esfera de agua pionera, que abría paso, todos huyeron desmadejados, a refugiarse en rayos de luz y soportales cálidos.
Después, cuando acababa el llanto, todos volvían a caminar, pero aun a sabiendas del agua que quedaba en las mejillas, nadie preguntaba qué pasaba, ni por qué estaba tan triste que lloraba.
Todos se apresuraban a a avanzar por si volvía a encapotarse, y cuando lo hacían, no se cuidaban de pisar la hojarasca crujiente y marrón que había en el suelo.
Pero es que era noviembre, y todo el mundo ya sabe que en noviembre se llora. Y en noviembre se deshojan los árboles y los libros.













enc.

jueves, 12 de noviembre de 2009

-¿Hola?
No contestas. Llamo a la puerta, y no abres. Oigo ruidos al fondo del pasillo, en las tripas de tu casa. Cuento hasta cinco, y cierro la puerta del ascensor.
-Hola. Soy yo. He ido a tu casa. No me has abierto. Sólo pasaba cerca, iba de camino a ninguna parte, y aparecí aquí. Siento haber hecho vibrar tu timbre y retumbar tu calma. Yo... lo siento, te estoy molestando.
Cuelgo el teléfono porque me quema. De pronto no sé hablar. Abro una botella de dudas, y trago a trago me bebo hasta las nubes.
-Hola otra vez. Soy yo de nuevo. Lo siento, lo siento. Sólo quería decirte que te echo de menos. Si, ya sé. No hace falta que contestes. Sé que tampoco lo ibas a hacer. Te he mandado una carta. No tienes por qué leerla. Te cuento que el otro día el viento se llevó una de tus camisas que tiendes en el balcón. Y que los geranios de tus ventanas están preciosos. No sé si te diste cuenta, pero el otro día te vi en la frutería. Comprabas ramitas de perejil que luego colocaste en un tarro de conserva de cristal con agua, en el alféizar de tu dormitorio. Bueno. Creo que te estoy hablando de más. Lo siento. Nunca te digo nada, y ahora no paro de hablar. En realidad me siento bien, el teléfono no me mira con tus ojos y no me cohibe. Tampoco sonríe, y así puedo dejar de mirar de cuando en cuando el lunar de tu barbilla. Creo que debo colgar. Voy a bajar al parque a sentarme en un banco a verte salir de tu portal con tus grandes gafas de sol. Te haré un gesto, aunque seguro que no te fijarás.
Estoy largo rato derretido por el sol de otoño en el parque. Me hace cosquillas y tengo que guiñar los ojos. Hace rato que saliste, te vi cerrar con fuerza la puerta y mirar a ambos lados de la calle. Te paraste y encendiste un cigarro, y el carmín de tus labios se arrugó cuando le diste la primera calada. Metiste el mechero en el bolso, y te recolocaste el pañuelo. Por supuesto, llevabas esas enormes gafas de pasta blanca, y creo que no miraste hacia el árbol bajo el que estaba. Decido entonces esperar que regreses, aunque no esperaba estar en otro sitio por el que no fueses a pasar, antes o después.
Es de noche, y el jardín está vacío. En tu ausencia he rellenado una libreta de dibujos y letras. He compuesto una canción con intención de cantártela algún día, y he contado siete estrellas fugaces mientras recordaba tu perfume.
-Hola.- te digo porque te tengo enfrente, cerca.
-Hola.- me contestas, y me miras.
-Te he escrito una carta. Y me gustan las flores de tus ventanas. En realidad me gustas tú. Sé que suena bonito, pero no lo es. Vine ayer a tu casa, pero no me abriste. Te he dejado algún mensaje en el contestador. Aunque soy bastante idiota. No te he dicho mi nombre, ni he puesto remite. Por si querías contestarme, ya sabes. Puedes llamarme como quieras, te contestaré solo con oír tu voz. ¿Cómo te llamas? Sabes, en verdad me da igual. Pero debes tener nombre de flor. Vaya, hablo demasiado. Lo siento.
No paraba de mirarme, y me asusté un poco. Le acaricié la piel de la mejilla, aunque eso era demasiado, pensé. No pareció darse cuenta, pero no apartaba sus ojos de mí.
-Lo siento.- me disculpé.
-¿Por qué?.- las palabras tardaron un rato en viajar de su boca a mis oídos, pues obligué al viento de su voz a ralentizar su velocidad para notar más tiempo el cristal que desprendía.
-Por buscar más de lo que puedo encontrar. No debería haberte acariciado. Lo siento. He pensado todo el día en ti, y eso no está bien. Te hago perder el tiempo, y te molesto. Lo siento.
-Deja de decir lo siento. Eso no está bien.
-Es que de verdad lo siento.
-Lo sé. Te he estado mirando mucho rato a los ojos, y creo que eso tampoco está bien. Te estoy obligando a mantener la mirada. Yo también molesto.
-Me pasaría horas en tu portal solamente mirándote a los ojos.
-Estarías perdiendo el tiempo tontamente.
-Nunca llamaría perder el tiempo a mirarte.
-Lo es si no haces otra cosa cuando puedes besarme, o acariciarme de nuevo, o subirme a casa. O estar conmigo para siempre.
-Lo siento. No puedo hacerlo. Temo no poder salir de tu casa si entro en ella, al igual que temo no poder separarme de tus labios si los rozo. Créeme, me ha costado dejar de tocarte.
-No te he pedido que dejes de hacerlo. Tienes permiso para vivir para siempre en mis ojos.
-Lo siento.
Creo que se cansó de tantas palabras. Me cogió por el cuello y me prohibió bajo pena de muerte separarme de su boca.
-Lo siento.
-Yo te quiero.
-Y yo lo siento.
-¿Por qué no dejas de decir lo siento?
-Porque no hago otra cosa cuando estás tan cerca.
-¿Lo sientes?
-Siento todo lo que se puede sentir cuando alguien como tú recorre con la yema sus dedos cada pliegue de mi corazón.
-Eso es bonito.
-Eso es bonito, pero lo peor, es que es absolutamente verdad. Y absolutamente irreparable. Es demasiado tarde. Lo siento. Debo vivir para siempre contigo al lado.
-No hay nada que quiera más que eso.
-Entonces, hoy mismo trasladaré mis cosas al fondo de tus pupilas.
-No voy a cerrar los ojos nunca.
-Lo sé.














enc.

domingo, 8 de noviembre de 2009

El salitre del mar también oxida la plata de la luna cuando corta las aguas saladas. Y son punzantes las rocas salientes, y te sientes diminuto entre caminos de acantilados que resbalan con si de sueños líquidos mojando los pulmones se tratase.
Te resbala un pie, y se acelera el corazón hasta el tamborileo nervioso, demasiado, ansioso. Se cuela la luz bajo cada piedra, y el aire sopla entre las cornisas como si sonase un saxo en una orquesta de pianos.
Y tú, vas andando y oyes otros pasos detrás, muy cerca, y la sombra de una silueta negra siempre te rebasa, pero alzas la voz, y sabes que vas cantando solo. Pero aun así no cesas de gritar, y desemboca el alarido en lágrimas de soledad.
Y tú lo sabes, que siempre me entra arena en los zapatos, y en el izquierdo agua cuando intentaba huir de la espuma de las olas. En las uñas negras aún tengo arena, al escribir en la playa frases de poetas, y poemas de fibra cardiaca, que se tensa al vibrar la voz.
Y yo que no lo sé, y no lo quiero saber, te tomo de la mano buscando el cierre cálido, y solo me responde las caracolas que no han oído el mar, y la fría piel de las seis de la mañana de noviembre.
No hay mantas para tapar el hueco helado de infierno que es una palabra hiriente como puñal. Tú siempre escribes en las señales de tráfico, frases bonitas y llenas de algo, pero nadie las ve, porque van en sentido contrario.
Las huella de tus botas se clavan en la tierra, y yo, que no he dejado de ser un niño, me entretengo persiguiéndolas y pisando donde tú ya lo hiciste. Luego, caída la noche, jugamos a buscar estrellas fugaces de estela roja.
Mi canción que nace del fracaso, y en ella cuento todos mis problemas. Sabes que las escribo para ti, pero me da miedo acercarme poco a poco, y decirte que escribí pensando en ti.
Te quitas los calcetines, y dices que en invierno el agua siempre está caliente. Tirito y la rozo con mis dedos, y pienso que sólamente pisas conchas y caballitos de mar porque en invierno nadie nada, y tú siempre eres valiente.
No te gusta hablar cuando andas, pero sé que tienes el corazón tan lleno de costras como yo.
Me gustaría tomarte de la mano cuando bajemos las escaleras, y dejarme tirar cuando quede poco de la cuesta del final.
No lo hago. Pero sigo caminando a tu lado, esperando que inclines a la cabeza, y me enseñes la constelación de Orión.













enc.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Me libré,
de cadenas amarradas
a las anclas de
los puertos.
Frente al cabo,
ante una noche moribunda
juré lealtad
y levanté la mano
con la palma blanca.
Sobre un telar,
de recuerdos y fotografias
de papel celofán
hilé un tiempo
que me perseguía,
pero dejó de hacerlo,
y ahora lo persigo yo.
Le pido que me espere,
que va demasiado deprisa,
me fatigo,
y me doblo a resollar.
Pierdo su sombra entre vasos,
y entre demasiado tabaco,
demasiado tabaco,
y poco aire.
Mi escondite, mi arboleda,
mi caverna, mi almohada.
Después,
de unos colores oscuros,
un refulgente plateado,
y un sangrante colorado.
Después,
no hay nada.
O nada,
que quiera ver,
que quiera vislumbrar,
tras la pared de tinieblas,
que se levanta,
que se alza.
Y no,
ya no,
débil y acurrucado,
en brazos de una deriva,
de más humo,
y más tabaco.
Imposible levantar el vuelo.
Imposible.
No quedan alas para volar
en cielos nublados,
las gasté todas,
todas,
para comprar alcohol
y un nuevo corazón.
Imponente se aproxima,
cada vez más cerca,
más cerca.
Y no es posible,
que ardan,
que quemen,
que iluminen,
que se apaguen.
Se apague.
Todo.
Noche perpetua,
y una única luz.
La de la ceniza
de mi cigarro,
que anaranjada,
entre vientos,
mantiene cálida,
pero,
después,
al fin,
también,
todo,
se apaga.

Se apaga.

Tan
oscura
la
noche,
que
no
deja
ver,
la
única
luz
que
quedaba
en
las
estrellas.













enc.

viernes, 30 de octubre de 2009

-Que no quiero escribir.
-Pero... ¿por qué?.-su voz emitía un timbre alarmado, mezclado con tintes de incredulidad.
-Porque no quiero. ¿Por qué si debería hacerlo?
-Porque lo necesitas.
-Ya no. Ya no necesito nada. Nada. ¿Me entiendes? Na-da.
-No mientas. Sabes que no es así.
-¿Y tú qué sabes? Nada, no sabéis nada. Cállate.
-No me callo porque no quiero verte sufrir.
-¿Sufrir? ¿Sufrir? ¿Y a ti qué más te da?
-Quiero que escribas. Tienes que vomitar.
-No me duele nada. Estoy bien.
-No lo estás. ¿Por qué me mientes?
-¿Y de qué sirve que te diga que tienes razón?
-Quiero ayudarte.
-Olvídalo. No puedes ayudarme.
-Pero por qué. No me has dejado intentarlo.
-¿Acaso podrías, si te dejo? No. No podrías. Perdí. Perdí la guerra y me desvalijaron hasta los huesos. Las arterias desembocan en un cubículo mecánico, porque los cachos que lo formaban se han ido. Y no puedo ir a buscarlos.
-Yo te llevaré.
-Están demasiado lejos. Hay barreras, muros. Altas murallas, y fosos a su alrededor. No puedo recuperarlos. Los miro, y no los puedo tocar. Se atraen, como imanes, pero una magnetita más poderosa imanta hacia otro polo.
-Escala.
-Tengo los dedos en carne viva de hacerlo.
-Está bien. Te das por vencida, ¿no es así?
-Si. No quiero seguir batallando.
-Es tu decisión, y has de llevarla a cabo hasta el final. Pero te duele.
-¿Y qué?
-Que no lloras.
-Lloro lágrimas negras, que mojan el papel y lo arrugan.
-No. Ni tan siquiera eso haces.
-Porque se me han secado los ojos.
-Imposible. Se va a desbordar.
-Que lo hagan. No me importa. Si no quieres verlo miraré hacia otro lado.
-Quiero que me mires y llores.
-¿Por qué?
-Para poder recoger cada lágrima, y construir para ti un féretro.
-No me voy a morir.
-Si. Lo estás haciendo. Has depuesto las armas, has agachado la cabeza. Has capitulado. No vas a perder luchando. Vas a morir derrotada.
-Que así sea, pues.
-Lo será.
-No te importa.
-Me importa. Y sabes que me importa. Pero a mi, también me importa muy poco el mundo. Y tampoco me queda nada.
-Muere conmigo, pues.
-No. Yo quiero seguir luchando.
-El fin es el mismo. Llegarás donde mi antes que después.
-Pero serán blancas mis lágrimas.
-No se puede escribir en blanco.
-No. Pero las palabras son blancas.
-Las palabras se las lleva el viento.
-Y las lágrimas las seca el sol.
-No así la tinta impresa.
-No así la voz cantada.
-La voz cantada. La voz cantada.
-Ni escribir.
-Ni escribir, ya.
-¿Te he dicho que no quiero escribir?












enc.

jueves, 22 de octubre de 2009

Está cerca el final. Y lo presiento. Lo huelo. Lo noto desfilar por las ranuras de las puertas, y oigo sus chirridos al vacilar ante los tornillos flojos. Se me escarpa la piel, y me recorre un frío de enero.
La luz se va difuminando, como descendiendo una escalera a pasos lentos, mientras se desenfocan las pupilas para acaparar el sumo fulgor. Llega un punto en que las manos se adelantan, balbuceantes, para evitar caer. Inconscientes, auguran el tropiezo y el resbalar en las aguas.
Las llamas, a lo lejos, parecen eternas y estáticas, pero nunca crecen. Cada paso es inverso, y nunca llega mayor claridad. Se entreve la grieta de la gruta, pero tampoco se acerca.
Está cerca el final. Y empieza a florecer el miedo. Con las manos, y los brazos después, intento sepultar en vano su crecimiento. Una vez pletórico, enorme y poderoso, es imparable. Se adueña hasta de las uñas de la consciencia.
Acaba el ocaso. Y es noche cerrada. Por supuesto, no hay astro que clarifique.
Las llamas crepitan, pero el velo negro es denso, y ya sólamente se huelen. Azufre y humo.
Se une al incipiente imperio del terror un nuevo temor. El fuego, quema.
Abarco con las manos, y ahueco. Pienso ahogar la lumbre con mi tiritona. Quizás así dé menos miedo.
El tiempo parece detenido, no laten los instantes. Me pregunto con pavor, cuándo será de día.
Imagino tumbarme, e intentar, además de cerrar los ojos, la mente. Arrincono el frío a un lado, pero es fuerte. Regresa.
Me enfado con el miedo, pero me grita. Me abofetea.
Desisto. El miedo abriga, el frío me hace compañía.
Muevo los dedos de los pies, para sentirlos conmigo. Responden con un susurro, y protestan por la molestia.
Me olvido. Simplemente, me abandono. Me quedo, tirada, sin remiendos y sin sueño.
Pero tengo miedo, y frío.
Tengo algo.
Algo que sentir, al menos. Al menos sé que vivo, pues me duelen.
Prefiero que me duelan. Prefiero sentir, sentir que sigo viviendo.
Prefiero un sentimiento, a cualquier indiferencia.
Pero está cerca el final.
Lo estoy sintiendo.













enc.

domingo, 18 de octubre de 2009

¿Y qué pasa si nado a contracorriente?
Si me gusta describir con sinónimos y pensar en antagonismos, o tirar por la borda el misterioso porque de las lágrimas del dolor del domingo por la tarde.
Y sí, me río de una armónica que sólo cuenta notas pesimistas y siembra pesadez que impide volar. Voy a contracorriente porque no comparto la mitad del cuarto de los ideales que mueven masas e impulsan a cometer locuras propiciadas por afán de fama y protagonismo.
Fumo tabaco porque no me importa morir por un motivo provocado por mi fuerza de voluntad y consumido a mi merced, porque no me importa morir con el alma negra de carbón sabiendo que es sólo humo y no mentiras pegadas a las paredes de mi cuerpo. Porque no quiero morir de una causa externa que no pueda dominar y que me agarre en sus brazos y me asfixie sin poder abrir la boca.
Vuelo a ras de suelo, pero vuelo. Vuelo con penurias e ingrávidos yunques que calcinan en la fragua las bombas nucleares por las que, a veces, me tambaleo. Pero sigo en pie.
Sigo en pie plantando guerra a grandes gigantes de piedra que amenazan con desmoronar la muralla de madera, o arrasar con olas de mar mi castillo de arena.
Sigo en pie a pesar de los terremotos que vuelcan hasta los alfileres de entre los músculos, a pesar del dolor de estómago que revuelve mi vista y me hace ver puntos de colores.
Es cuestión de un principio innato e inconmensurable, rebosánte de ideas más o menos pueriles que crecen con un cuerpo uniforme e imperfecto a la vez que descubre el mundo tapado por disfraces; más allá de una apariencia engañosa o un espejismo visorio a unos ojos tapados con un antifaz blanco. Color de pureza y evidencia que a veces se ensucia de manchurrones grises y desaparece bajo su capaz de inmundicia, y se traslada el oscuro presagio de una lenta inexistencia provocada por un aguijón de arco iris converso a una cimbra cromática de gama plomiza.
Nado a contracorriente porque me agobia el atasco de asentimientos a la vez con una misma cabeza sujeta a una cruceta de contrachapado manejado por unas únicas manos que rigen los hilos de una consciencia que se entremezcla con los de una marioneta de rictus inexpresivo. Descubro con estupor la inquietante levedad provocada por los sueños cuando estos se hacen trizas y cubren el suelo de titilantes brillos de cristales. Nunca he visto a nadie perder grados de vida intentando recomponer un puzzle de tantas piezas como gruñidos de rabia y frustración provocó.
Si beso a un fantasma de sábana azul el mundo piensa al revés, y juzga mis actos por los deshechos o inacabados en su lugar, y opinan porque es libre opinar y vulgar no hacerlo cuando se tiene opinión para dar aun cuando valga ésta una similitud indecisa e infundada en sentimientos subjetivos e incomprobables.
Me cuelgo de cabeza y un clamor escandalizado surge de las entrañas de la tierra como fuego de un cráter en erupción, y señalan con un dedo inquisidor y tensado con una cólera jamás sentida mas cuando es posible liberar la fuerza huracanada que guardan bajo techo y no pueden liberar por miedo a herir algo de cuantioso valor.
Arrasan con pasos lentos pero nada volátiles y encaramados a una cumbre les da por gritar para sentir un vértigo impropio de los pies en la tierra.
Se muere de hambre el mundo alrededor y hacemos hileras de migas de pan para señalar el camino de vuelta por si el destino nos parece devastador e inhóspito, en vez de repoblar con un ejército de flores toda tierra yerma que destruyamos a nuestro paso humano.
Denota la voz y un deje de intención más o menos aventurada a hallar en un mapa de pergamino un tesoro, y para allá que discurren teorías e investigaciones de entusiasmos infundados y poco determinantes para un futuro incierto a continuación de un presente hasta arriba de dudas, precedido de un pasado enterrado y sepultado a más no ver, y nunca más escuchar.
Escribo porque me da la gana escribir y a veces me pregunto si no es en viento a favor la tormenta de improverbios dirigidos que no son propuestos por un paradigma anterior que dicta unos cánones a seguir. Y si no es así es tergiversar un ideal y cambiar el rumbo de una carabela de velas diáfanas.
¿Sabes qué?
Que yo vuelo.
A ras de suelo.
Pero vuelo.














enc.

jueves, 15 de octubre de 2009

Vestida con chaleco de arlequín y maquillada entre bastidores por un pincel de brocha gorda, sale a la calle a vagabundear entre claros de luna y sombras de farolas.
Piensa así en entrar en un bar, y cazar de la noche algún beso robado y un billete de metro. Tropieza entre las mesas hasta descubrir una silla de tres patas coja de dos en una esquina, y cruza las piernas mientras rasca la piedra del mechero e ilumina la punta de un cigarro.
Dos camisas abiertas hasta el tercer botón y una cresta de graso pelo se acercan bailoteando, sabedores de presa fácil y polvo rápido. Invitan a conversación banal y copa de cristal fino y barato.
Olisquean el aire viciado y contagian con humo mohoso la titilante luz amarillenta de polvo, que cuelga de una bombilla de cable pelado.
-Princesa.- acaramela la última frase, y alarga sin vacile la mano, y veloz amarra un pecho entre los dedos.
Resoplan como ganado, y bufan sonrientes mientras apuran los vasos.
-Vamos, princesa. Vamos a un castillo digno de reinas.
Radian el poder de la dama de tacón, y empujan con disimulo los músculos escondidos, por adueñarse de la mano de la joven infanta.
A sus pies despliegan pétalos de rosa con olor a whisky, y entre la colillas muertas y las servilletas arrugadas, se entrechoca el caminar de la elegancia y el golpear de los mulos.
El deseo no entiende de costuras, y desemboca en una bocacalle dos calles más abajo del antro.
Un par de gritos, tres jadeos y cuatro besos. Un adiós.

Acelera el paso recolocándose la falda y mesándose los cabellos. Saca el espejo del bolso y frunce los labios. Aumenta el volumen de una canción mecánica, mientras entabla conversación con una lámina de hojalata, empujándola para entrar en un búnker de las calles.
Repite la jugada, y en los dados le salen treses y cincos. Recorre la noche, entre parada y parada, hace la ruta del vino. No mira a los ojos, no tampoco mueve las manos.
Otro jadeo, y tuerce la esquina.
Se ríe entre dientes del amor de la mano. Siembra amor en las calles, y se enamora en las paredes. Quién pensó que el amor es para dos.
El amor, en la calle.
En la noche.

-Princesa, ¿juegas?













enc.

domingo, 11 de octubre de 2009

Mátame, mátame a latigazos de odio que descargues con furia desmedida en mi cuerpo de cera y mi corazón de piedra.
Cógeme en tu mano y manéjame, úsame, entretente conmigo, haz lo que quieras. Utiliza mi vida para tu diversión, llora en mí y tírame luego a la basura. Haré lo que tú me pidas, me ataré a una cuerda y me dejaré tirar. Asumiré un bozal que me impida hablar y sufriré anclada a unas esposas y dos cadenas que entorpezcan mi caminar.
Ódiame. Quema mi bucólica vida de desprestigios y sueños de ladrillo que se desmoronan en la pared. Escupe en mis sonrisas negras y hasta arriba de ceniza, ahoga todas mis lágrimas para que nadie sepa que lloro.
Disfrázame de aire y hazme cometa para dibujar en el viento. Viola mis ojos y fóllatelos hasta un placer orgásmico a las cuatro de la madrugada, y luego, abandónalos desnudos entre contenedores borrachos.
Átame al tronco de un arce y dejáme morirme en flor, y salir capullo sin cáliz y sin vestidos de hojas y lunas llenas.
Desnúdame más allá de lo terrenal, y expón mis miedos en carteles de papel de regalo por todos los tejados de la ciudad.
Hazme dormir en cama de ascuas, y acuéstate a mi lado barnizado en escarcha y hielo; y juega a enfriar el fuego y a calentar el témpano. Sedúceme hasta la locura y rásgame los labios con un único beso. Vete y déjame hacer el amor con tu presencia y míranos desde la esquina, olvídate y vuelve para hacerme ver que no hago el amor, que el amor me hizo a mí.
No aceptes que salte a tus abrazos para abrir de piernas un deseo incandescente, y cierra mi boca con dos dedos que sueltan mis brazos al suelo. Sólo aprueba un onanismo ante tu mirada, no me des más.
Consiénteme el placer de enajenar tu razón por un grito de culminación en mis manos mientras tu indiferencia nace en tu palma, y te fuerza sin querer a masturbar un deseo.
Hazme cautiva de una cárcel del cielo, y sube todos los días a dormir a la luna mientras juego en los tejados con los gatos pardos.
Ponme grilletes y exhibe mis errores en un diccionario de disparates. Recuérdale a todo el mundo mis mentiras y oblígales a mirarme con desprecio y soberbia.
Mátame de vanidad y cólmame de orgullo.
Desbórdame de neutralidad, y pasa por mi lado sin mirarme todos los días. Atraviésame con la mirada y dispárame a bocajarro.
Omite aludir a mi nombre, y otórgame un número de serie. Ponme en fila detrás de los cacharros de cocina, el diván, y los papeles del escritorio.
Hazme fotos con una Polaroid 95, y revela los negativos a la luz del sol para matar los espectros de mis sombras, y que se pierdan en la historia.
Mata al pianista.
Cruzifícame en un alambre. Envuélveme en mimbre, y hazme collares de celdas de uranio.
Haz mi corazón con el plástico de un paquete de tabaco, y colócaselo a un espantapájaros en el lado derecho de pecho.
Escandílame con el fuego fatuo de una bomba incendiaria. Taúame en la sangre un reguero de palabras malsonantes, y señálame en mitad de una plaza abarrotada como alguien que nadie aconseja. Una mala compañía.
Humíllame llevándome a gatas por las aceras, con un lazo al cuello y un candado en el pecho.
Pégame un tiro en el estómago.
Escíbeme una canción.
Hazme un funeral, y cántamela.
Deja que se acabe el disco, y dale la vuelta. Ráyalo.
Mátame.
Mátame.
Pero nunca.
Nunca.
Dejes de existir.















enc.

jueves, 8 de octubre de 2009

Me ha dolido verte, y no debería haberlo hecho.
Nunca entenderé porque si ardo en avidez por tenerte cerca me destripa tanto el interior cuando lo hago.
Se me desboca el trote pletórico de ansias del corazón cuando es tu olor y no es tu cuerpo. Cuando te intuyo y no te ubico.
Cuando te dibujo a boli azul, y espero que cobren vidas las temblorosas rayas del papel para que camines a mi lado.
Nunca sabré el motivo plastificado que llevo en el bolsillo por el que salgo a la calle sólo para esperar cruzarme contigo. Y no lo entenderé cuando creo verte en cada rostro de la gente.
Reconozco que paseo el móvil a todos lados por si suena tu llamada. Y reconozco que es profundamente desolador oír una voz que no es la tuya.
Acelero el paso cuando traspaso la puerta para llegar a la boca de un buzón que aborrece mi mirada, de verme día tras día, para de nuevo como platos tapar mis ojos la luz que penetra en el tragadero, y cerrase abatidos al hallarlo vacío.
Temo estar contigo y mirar el reloj, me da pánico el momento en que digas hasta otra. No puedo soportar verte ir, y no puedo soportar quedarme estancada entre viandantes que caminan con prisas, ajenos al eclipse que se produce ante sus cegadas mentes.
A veces de tanto imaginarte pierdo tus rasgos, y un horrible miedo me acecha bajo las visagras de las puertas, como una sombra a la espera de la extinción de la luz.
De tanto soñarte confundo realidad y vigilia, una vaga idea que cobra vida cuando parpadeo y fuerzo el pensamiento a una verdad endeble, que se despeja como neblina en mañana de invierno para dar paso a un turbador abrazo helado, que irradia aliento gélido.
En los libros siempre hay un personaje que está inspirado en ti. Me pregunto si es tu personalidad el producto de mis tantos delirios de alcohol, y veo entre el humo de una hoguera lo que mis manos quieren tocar para caer en la cuenta que no son más que volutas de un escuálido escritor. Que inspira personajes en toda una carrera de sentidos y sentimientos, y que yo resumo en un nombre propio.
Me he dado cuenta que barajando las letras de la inmensa mayoría de las palabras sale tu nombre; y en el caso de que una letra falte en su lugar, es posible resolver el puzzle rimando la palabra más bella con aquella. Y saldrá tu nombre.
Es tarde de octubre, y llueve en las calles. Su gotear me suena a música y canciones. Y de pronto, encuentro sentido a todas aquellas que de mediocres fueron indiferentes a mis gustos, pero siendo éstas predilectas y encantadoras para tus sentidos del corazón, he amado todas ellas; y de todas ellas entre los ecos oigo tu voz cantando mezcladas con las gotas de lluvia.
He sentido tu calor muy lejos, pero me ha calentado el alma, y he recordado unos brazos que mecen una cuna de niño chico.
Me siento débil, presa de una cobardía arrolladora, pero en realidad, quiero sentir dolor para que seas tú quien me cures.
Me ha dolido verte, y no debería haberlo hecho.














enc.

lunes, 5 de octubre de 2009

Me revuelve el pelo y me dice:
-Niña, ¿dónde vas tan tarde?
-A buscar estrellitas al cielo. He leído en un libro que cada lucero es la titilante vida de alguien que en la tierra se apaga.
-¿Y cómo piensas subir a los cielos?
-Caminaré mucho tiempo.
-Llegarás a los lindes de los siete mares, y no hay barcos que zarpen en la noche.
-Entonces me extinguiré poco a poco, y así subiré al firmamento. Me haré cometa errante.
-No puedes hacer eso, niña. Eres muy pequeña para apagarte.
-Quiero subir a las estrellas.
-Pero, ¿para qué?
-Para buscar la luz de mis ojos.
-La luz de tus ojos viaja contigo. ¿Ves?, tienes los ojos más bonitos que yo haya visto jamás.
-La luz de mis ojos no la puedes ver, se murió.
-¿Cómo...? No es posible.
-La luna es la madre de todas las estrellas de la noche, y las acoge en su regazo cuando vuelven de brillar en la tierra. Las estrellas nacen en las personas, y suben al cielo cuando éstas mueren.
-Pero tú no estás muerta.
-A veces dos estrellas se unen, e irradian un mismo destello. Cuando una de las dos se apaga, la otra asciende tras ella. Voy al cielo a buscar mi estrella.
-Hay millones de estrellas, no la podrás hallar.
-Entonces me quedaré allí, vagando entre las noches, cuando se dejan ver. Me quedaré allí, hasta que un resplandor me arrastre junto a la luz de un lucero. Volveré antes de apagarme, y podré decir que muero... por una estrella.














enc.

viernes, 2 de octubre de 2009

Dices que no entiendes cómo puedo llorar, si no me das más que sonrisas. Dices tanto... y yo callo todo. Dices miradas, que, transparentes, me desnudan. Dices que no entiendes nada, pero se hace todo ante la inmensidad del vacío.
Me encuentro y hace frío, y a oscuras deslumbra una vela que tirita por la ventisca que se arremolina.
Bebo café caliente, pero no me sabe a café. En los posos me creo pitonisa, y me imagino una verdad que no lo es. Mientras escribo, intento con un boli seco dibujar un muro de papel, con la esperanza de que un rayo de color lo derribe.
Te he mirado a los ojos, y he esperado hallar un ligero cosquilleo que nunca llegó.
He esperado en la estación, bajo el angustioso galopar de las agujas del reloj, para ver asomar el faro de un tren sin parada. Desinflada, he cruzado la secante de todos los raíles, y he caminado a ciegas por las vías. En pos de una máquina de vapor que siempre abandonaba la curva cuando levantaba los ojos y apretaba los puños.
Con las yemas de mis dedos, despellejadas y brotántes de sangre, he intentado subir cada peldaño de la escalera. Pero siempre había uno nuevo que se interponía en el asalto. Llegó un punto que me abandonó el oxígeno, y decidí darme por vencida.
He parado en cada cala donde el mar linda con la tierra, y he guardado granos de arena de todos los tamaños. Cuando tuve el cuerpo barnizado de ellos, decidí hacer un castillo.
Construí un castillo de arena inmune a las aguas, pero por cimientos usé todos los vientos.
Decidí entonces, no perder la esperanza, y para ello compré con sudor ocho botes de pintura verde.
Pinté con ellos mi cuerpo, pero el sol siempre me acartonaba, y acababa la noche por descarnar en sus zarzas mi piel escarlata. Tizné también los espejos y cristales, para no ver más que glauco allá donde buscase mi reflejo. Pero acabó la rabia con el vidrio, de tanto golpear a un reflejo de pena.
Y, a pesar de todo, decías que no entendías. Me dí cuenta que te cegaba una gasa la vista, de color negro, y que así todo lo veías.
Con dedos temblorosos, me dispuse a deshacer un nudo de catorce cotes. Me miraste entonces las lágrimas de perfil, y me preguntaste, desconcertado:
-¿Por qué llevas una venda en los ojos?














enc.

domingo, 27 de septiembre de 2009

En las ventanas abiertas se tienden,
a todo trapo,
las sonrisas sucias de usar a diario,
llenas de goterones de grasa
que lubrican los gozones
de las puertas de los caminos.
En las brújulas del norte,
se instala un sur cretino,
que miente,
que miente,
y no truena el edén
cuando un tren silba en el andén,
y se anuncia por megafonía
y sólo suena una sintonía,
que recuerda a las paredes de prisiones,
donde yacen cuerpos de revoluciones,
cenicientos de orgullo,
y llamas de prejuicios entre murmullos.
Perecieron en una guerra sin fin,
en una idea afín.
Cuando en los ojos cristalinos,
de la pureza del destino,
transpapela el odio,
y narra la fobia el episodio,
el episodio,
de la cruenta muerte de la sonrisa truncada
por un pincel sin madera empapelada,
sobre la que cincelar con navajas
mil historias de vidas desmanteladas.
El holocausto de un alma de tabaco,
ahogada en efluvios de amoniaco,
abrazada a un quebranto
que tirita cada noche de espanto,
cuando asoma la luna y es de día,
cuando no acaba la apatía,
cualquier sentimiento que late,
al ritmo exuberante del combate.
Y se aproximan las espadas en punta y sangre,
y del hierro forjado gotea la palangre,
resultado de jugarse a trampas un cuerpo de alambre,
y por obtener el laurel que corona la testa
y una medalla al pecho que conjunta, con ésta, enhiesta.
Por acribillar el hambre al agua,
y hundir la sed en la fragua,
con la que fundir el perdón
que ondea en un ancho pendón.
Perdón inamovible en un muro de cartón,
forrado de venas que desembocan en todo corazón,
como se dispara de la lengua un sucio bribón
que suena a música de silencio y resignación.
Y acepto.
Acepto la mano que me tiende tu palabra endeble,
y me creo lo que chispea por tu fanal,
que veo a través de las nubes en faro austral.
Navego en una deriva que sabe a equilibrista,
y con miedo camino en la cuerda derrotista,
con tan solo una vara de promesas que me sustenta
a un verano nevado que no contenta,
al otoño reseco, de los días de llantos
y lluvias torrenciales que golpean de canto,
y solo calan en el lado del llanto.
Se aproxima el final donde caigo al suelo,
sin consuelo,
sacudo a ramalazos los alfileres de caramelo,
que al chupar endulzan el cielo,
pero que tras lamer dejan en la lengua restos de miedos.
Me abro la camisa y saltan los botones,
y cuando rescato del nudo de jirones
lo que queda del órgano y sus adulaciones,
niebla una pregunta mi cabeza,
que no oso responder con certeza,
pues desconozco toda naturaleza,
por la que hoy,
por la que hoy,
destino mi tiempo y empeño
a la conquista de un imperio
edificado en una pirámide de esquelas
que con un soplo de las tinieblas,
acabará derruido y siniestrado
y mi vocablo de arma abandonado.
Abandonado, como una palabra.
Como un sólo montón de palabras.













enc.

martes, 22 de septiembre de 2009

Me corté las alas al brincar desde un abismo oscuro, negro. Era un entierro. Todos juntos de rodillas rezábamos entre dientes una oración sin digerir. Todos queríamos levantar nuestras magulladas rodillas de la gavilla que nos arañaba la piel.
Ginebra. De la barata, de la mala. La amarga. Entraba a raudales desbocados por mi cuerpo, en torrentes furiosos que molían las piedras, que mataban la vida, que ardían entre gritos de niños que nacían.
Deliro. Esto es un puto delirio. Ni idea.
Iba por una calle adoquinada, llena de escupitajos en las baldosas, y colillas desplumadas entre ellos. Daba patadas a todo, sin importarme nada que no fuese el siguiente paso de mi mareado equilibrio.
Me habían dicho que las drogas eran malas. Asquerosas. Que no las probase nunca, vaya. Siempre asentía, claro, no pensaba hacerlo. Odiaba el olor a vomitina, y olor nauseabundo que desprendía la gente que no rociaba su cuerpo con agua para rascar la porquería que se agolpaba entre los pliegues de su pellejo.
Era feliz, sí. No tenía nada, pero era feliz. Es mejor así.
Detesto, detesto hasta lo enfermizo la falsa palabra, la hipocresía, la injusticia. El sinsentido. El sinporqué.
No entiendo las sonrisas pintadas en la boca. ¡Nadie sonríe, joder! Nadie. Todos se creen lo que no son, buscan el elixir que les perpetúe una estancia ideal, una vida apacible, un remanso de paz. A la mierda los problemas. Eso dicen. Eso dicen siempre, se creen adultos, mayores, sabios y poderosos. Creen que son inmunes, que tienen una coraza de almidón que les protege de todo, que con ellos no va el tema, que cerrando los ojos no se ve el cielo.
Dicen te quiero. ¡Dicen te quiero! Bah. Ni idea. No tienen ni puta idea. La humanidad carcomida de dinero, de bienes y de asentamientos estables. Las papelina las usan para desprestigiar la humildad del ser. Venden todo. Y creen que todo se compra. Necios imbéciles.
No ven tras las montañas donde retumban las balas desviadas, ni oyen los llantos de los niños que no pueden comer. Pero joder, ellos tienen que amar.
Si no aman no son personas, no se realizan, no encuentran su clímax como animal. Están vacíos, un mueble, una caja hueca donde se guarda la envidia a un mundo verde, y no negro como el pozo que se abre en sus ojos al posarse en algo que desconocen, que les da miedo.
Lo desconocido les da miedo. Y se asustan, huyen como conejillos, incautos y temerarios.
Temen lo desconocido, y aun así proclaman su amor por una mujer en un peñasco ante un desfiladero donde no los oye nadie. Se creen mejores. Se creen sinceros, auténticos.
No entenderán nunca, porque no quieren abrir los brazos a una realidad desconocida y oculta, porque les da un miedo atroz que paraliza los sentidos y embota las palabras. No les gustan los rincones oscuros.
No entenderán que el amor es un ideal desconocido. Jamás. Y lo buscarán, siempre, con un tesón y una rabia desaprovechada, que habría de ser expuesta a una expedición a la busca de la esencia humana, donde no exista la corrupción establecida por el odio racial, los pensamientos irracionales, la injusticia al mundo, el degradamiento del ser humano.
Y seguiría. Oh, si. Cuánta incoherencia. Tantas, tantas, tantas. No las abarco, no puedo. Tanta falta de coherencia, de dichas por decir, de mentiras por verdades. Agh.
Decía que iba por una calle.
En el capó de un coche se apoyaba un saco de huesos y carne chupada. Se estremeció al oír mis pasos descompasados, pero se giró.
-Eh, tío, ¿te hace una rayita?
Qué asco de yonkis, pensé. Se matan. No quieren vivir, y encima se matan sufriendo un mono del copón. Aparté mis pensamientos como si hubiesen sido meras estrellas fugaces en un cielo nublado.
A la mierda el puto mundo, y a la mierda la puta humanidad. Acepté.
Una ráfaga helada de fuego castrado me recorrió las venas mientras exhalaba.
Y pensé:
Yo, tengo el poder de poder.














enc.

sábado, 19 de septiembre de 2009

-Para mí, has muerto.
Dijo estas escuetas palabras. Sacó del bolsillo de sus raidos pantalones un mechero a medio gas. Me miró, y no supe descifrar el mensaje de sus ojos. Un relámpago de pena. O de compasión. Quizás solo de indiferencia. En el fondo, de amor. Descolgó su dedo y accionó el mecanismo que pendrió la titilante y pequeña llama del encendedor. Recorrió haciendo circulos la punta del cigarro, como lo hacía cuando me acariciaba el vientre, casi con apego.
Yo creo que seguía en pie, descubriendo los fascinantes detalles del aro que le colgaba del lóbulo de la oreja derecha.
Me esputó el humo en la cara. Para hacerlo, tuvo que inclinar ligeramente la cabeza hacia abajo. Me sorprendió que tomase semejante molestia por semenaje desprecio.
Hizo una mueca, así como de asco. La misma que cincelaba últimamente cuando me cogía de la mano, o cuando encontraba la cerveza demasiado caliente. O cuando despertaba entre revuelos de sábanas, desnudo, y se daba cuenta de que esa noche había sucumbido al deseo carnal de mi cuerpo. Y sobre todo cuando lo hacía, y veía que se había fumado el último pitillo justo después.
Giré la cabeza, aún fascinada por su oscilante pendiente, y fijé lo que creía una mirada turbia en su boca. Parecía sonreir.
-Cógelo.
Parecía una autómata. Y sin más, obedecí, claro. Lo aparté lo más que pude de mi cuerpo, no obstante.
No me dió tiempo a más, pero sin venir a cuento, noté cómo su mano abierta; la que me había abrazado, la que había hecho de mi piel un mapa, y no había dejado un rincón sin explorar, la que me sostenía la barbilla casi sin rozar, la que perfilaba el contorno de mis labios, esa mano. Noté como acuchillaba mi cara, y desglosaba en dos mi labio inferior. Goteó sangre en mi mano izquierda, la que sostenía su tabaco. Una pequeña gota quedó marcada en la boquilla marrón.
-Puta.
No articuló sonido. O si lo hizo, no lo esuché. Mi corazón se había trasladao súbitamente a mi cabeza, y chocaba contra las paredes de mi cerebro, cada vez más rápido. Temí que saliese por las orejas.
-Para mí, estás muerta.
Creo haber oido esa frase no hace mucho tiempo, pero el tiempo no es tiempo para mí. En el momento en que sus dedos impactaron en mi rostro, rompieron también la cuerda que ataba el reloj a las horas. Si contaba las gotas de sangre que caían al suelo, podía hacerme una idea del tiempo. Perdí la cuenta a los dieciséis estallidos en el mármol.
Me tendió la mano. Me encogí, sin darme cuenta. Un acto reflejo, supuse. Mi corazón iba camino de la trompa de Eustaquio.
No me pegó. Plantó un beso en mis labios, con una dulcura extrínseca en él. Suavemente, con un amor imposible, demasiado irreal, volvió a colocar sus fríos labios en los míos, sanguinolentos.
Me agarró de la mano, con firmeza, y me empujó contra la cama. Mis rodillas se doblaron, y quedé expuesta a sus deseos. No lo hizo con violencia, ni con rabia. Con cuidado de no dañarme. Lo creo arrepentido. Lo veo en sus pupilas marrones. Tira la colilla roja, y empieza a acariarme, con ternura. Ronronea. Masculla algo, susurra, pero no le entiendo. Cierro los ojos, y me dejo llevar por sus grandes manos.






Cinco horas después, es llevado al tanatorio forense el cuerpo de una joven de ventipocos años. Tiene el rostro desfigurado, magullado, y amoratado. Ha sido víctima de violación y repetidos malos tratos por todo su cuerpo. En su cara, tras una costra de sangre seca que permiabilizaba sus labios, se adivinaba una sonrisa.


Murió victima del matrato de un hombre. Pero sobre todo, murió del amor que sentía por él, y murió por disfrazar el miedo en la falsa creencia del amor y el arrepentimiento, que siempre creyó saborear en los besos que le profesaba tras arañar su alma, y desgarrar su piel.














enc.

martes, 15 de septiembre de 2009

Esta es la canción que se oía sobre la vía de tren, entre railes de óxido y carbón desgranado.
Esta es la canción de una guitarra de tres cuerdas, una voz descolorida, una reivindicación al viento, y clamor a lo perdido.
Podía oirse una de cada cuatro noches. Cuando vagabas entre estaciones, o cuando colgabas tus pies del cielo. Podía oirse cuando todo falla, o cuando todo va demasiado bien. Podía el eco revotar en los pedazos de los corazones semienterrados en recuerdos. Cuando caían las lágrimas de los enamorados al mar. Cuando todos lloran, o cuando todos quieren sonreir.
Podia oirse cuando estabas de pie. Buceando dentro de un mar de adioses. Podía sintonizarse en todas las radios que funcionasen con pilas a punto de acabar. Podía entremezclarse en los labios de una despedida sin retorno, de un final anunciado, de una cuerda de deshilachadas hebras, tan tensadas que revientan como un tambor.
Podía oírse cuando miras el mar. Y no dices nada.
Podía retumbar en tu pecho cuando la bala ya ha calcinado el pulmón. Quizá vibre en la herida.
Podía una guitarra decir lo que no puedes expresar. Y una canción desconocida, y una voz moribunda, y una mano desafinada, y un rasgar furioso, y una nube cabrona que siempre tapa la luna.
Por qué siempre al final algo falla. Dura un instante, entre acorde y traste. Y la garganta asesina improvervios. Consecuencias, a causas fatales, a entierros de imaginación.
Llamó a mi puerta. Dijo de nombre "soy la canción que escuchas cuando sabes que vas a morir".
Y no lo sabía. Pero me lo cantó.
Le deje entrar.
Entre las cerraduras y los pomos, entre los gozones. Una marcha fúnebre.
Nunca dejé de oirla. Nunca.
Una guitarra suena... suena...












...suena...














enc.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Lo que nunca quisiste decir. Eso es.
¿Tienes frío? Escupe. Escúpelo. Te estás matando. Tú solo. Poco a poco, lo vas notando crecer, cómo se alimenta de tu sangre, de tu oxígeno. Acabará contigo. Y lo sabes.
Nunca te gustó gritar. Es una lástima. No sabes lo que te pierdes. No hay nada como gritar desde la cima de una montaña. Montaña. Suena grande, poderoso, imponente. Ya sé que no te oye nadie. Pero te oyes a ti mismo. Te oyes, y eres consciente de lo que eres, de tu cuerpo, de tus cuerdas vocales desgarradas, de tu voz forzada. De tus límites. Tu garganta es tu prolongación.
Siempre pensaste que era mejor hablar en voz baja. Para que te oiga quien esté cerca, para compartir tus palabras con el silencio. Susurrar al mar. Siempre te gustó más. Las olas se llevaban el sonido de tu palabra, y te daba menos miedo. Cuando la marea estrellase el sonido que se perdía entre tus dientes, te sentías mejor, sin peso. Libre. Decías que nadie usaría tus letras en tu contra.
Creo que nunca lo entendiste. Y mírate. Te estás muriendo. Chafado por el peso de lo que has callado. De lo que nunca te atreviste a formular. Da miedo. Lo sé. Hablar, escribir, sentir, decir. Da mucho miedo. Pero es una puta droga. Es una puta coraza, que no deja salir nada, que protege todo lo que queremos dentro, pero que no deja salir nada. Nada.
Estás aterrorizado. Nunca has pensado en desnudarte. La vergüenza. Agh. Te das asco.
Leo tus pensamientos. Parecen tus ojos una puta pantalla donde se refleja todo lo que te atraviesa. Eres un cobarde. Un asqueroso cobarde.
Pero tranquilo. No seré tu ejecutor. Tú solo te estás matando, y no puedes pararlo. Me das pena. Oh, si. Mucha pena.
Sabes. Yo también agonicé. Hasta el delirio, hasta no saber donde estaba. Hasta perder toda noción, toda idea, todo. Todo. Solo sentía mi cabeza, conglomerada de avispas que intentaban salir a toda costa. Me vi muerto. Te lo juro. Muerto.
No sé como salí de esa cárcel. Lo pasé tremendamente mal. Fatal. Quería abrir la boca. Desquebrajar todos los músculos que me impedían emitir sonidos. Nada. Reinaba el silencio. Un silencio que olía a féretro.
Pero no sé como lo hice. Te lo juro. Te juro que si supiese cómo, te lo diría. Te lo habría dicho ya, y me habría ahorrado toda esta mierda. No me acuerdo de nada más que del dolor, y de las ganas de vomitar hasta los huesos.
No sé cómo fui capaz de sacar la valentía, la fuerza para ponerme en pie. No lo sé, de verdad. Recuerdo que me costo la poca vida que me quedaba.
Pero de pronto, de pronto, me encontré sentado. Sentado. Creo que no había estado sentado en mucho tiempo. Siempre perdido en una semiinconsciencia. Perdido en una neblina vaporosa.
Pero lo estaba. Y entre las manos, tenía un lapicero a medio comer.
Y escribía. Escribía. Como nunca lo había hecho.
Y entonces. Volví a vivir.
Vivía.















enc.

martes, 8 de septiembre de 2009

-¿Jugamos al poker?. Te apuesto el cielo. Con estrellas, si quieres.
-No quiero el cielo. No quiero nada de tí. Odio el poker.
-Respuesta erronea. Tu boca miente, y tus ojos te traicionan. Vamos, juégatela.
-Voy a perder. Y soy mal perdedor.
-Te dejaré ganar. Recuerda: tú siempre ganas. Tienes las mejores fichas, las mejores cartas, la mejor estrategia. Lo tienes todo.
-No sé que hacer con ellas. Recuerda: soy un cobarde. Me valgo de calumnias y trampas. Lo sabes.
-Acepto tus reglas. Quiero jugar. Quiero ver qué eres capaz de hacer, qué eres capaz de admitir, qué eres capaz de arriesgar.
-¿Aceptas jugar sucio? No entiendo. ¿Para qué quieres jugar, pues? Te voy a hacer daño, vas a perderlo todo. Llorarás. Lo pasarás mal.
-No me importa. No me importa ahora. ¿Qué coño te importa que yo este mal? No contestes. Conozco la respuesta. ¿No ves que lo único que quiero es jugarmela contigo, una y otra vez?
-No me gustan tus reglas, nena. Me siento un hijo de puta.
-Lo eres. Pero eso no me sorprende. Eres mi puto rey. Mi as de corazones.
-Estás tirando a matar. ¿Qué quieres? ¿Qué cojones quieres?
-Jugar al poker. He perdido. Ya lo sé. Nunca te voy a ganar. En esta partida, sólo caben dos, y tus cartas hablan de tres. Sólo quiero ser tu compañera de juegos. No me vas a dar más que lágrimas, más que burbujas de cerveza. Mira. Mira y verás. Juégatela.
-No tengo nada que apostar.
-Apuestate una verdad. Apuesta un te quiero. Si gano, me lo das. Si pierdo, solo tengo un adiós para entregarte. Juega. Sabes que vas a ganar, ¿qué temes?
-Temo ganar. Pero sobre todo, temo perder y solo tener un te quiero para regalarte. Solo uno.
-Vas a ganar. No te preocupes. Guárdate tu te quiero.
-Entonces temo que también tú tengas un solo adiós. Solo uno.














enc.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Trato de arrancarme una palabra para hilar con saliva una historia sin principio y sin final.
Una historia. Sin más.
No comprendo el mundo. Es arduo, mezquino y efímero. Y no lo entiendo.
Intenta doblarme los huesos, doblegar mi voluntad, tergiversar mis palabras, borrar mis pasos. Siempre hay un alambre que me ancla bajo estrellas en la tierra yerma. Siempre.
A pesar del fuego convulso que calcina todo residuo, que busca los resquicios que permite el viento inclemente en las murallas de adobe, barro y forraje. Murallas de altos techos cubiertos de celofán y granos de café, que cuando llueve tormenta de calumnias y vacuas palabras hace del sostén tortuoso soporte a los clavos que arañan los tendones bajo la piel.
Se sueltan, como latigazos de acero y mimbre, los cables tensados de la pereza mental, del pesado agobio, y del tembleque de piernas.
No termino de entender.
Pongo en bandeja de magnetita y polos de imanes inversos, conversos, un reverso de la camisa del pozo y el seno de todo lo impalpable. Todo lo que es nulidad.
El cero a la izquierda, bajo acelerones entre choques de titanes. Que luchan a muerte y desgarro de dientes en piel de calcita.
Se abrochan mis sueños a la cola del viento, en busca de nuevos tejidos con los que revestir los desvalidos parches a cuadros deshilvanados y sostenidos por un vomitado hilo de ilusión agrietada.
A cuadros.
La totalidad de una certeza incesante e impaciente. Asesina todo lo que a su paso encuentra, destruye las construcciones de buenas palabras y sonrisas sinceras.
Me siento. No puedo hacer más que alzar la mano, y con un gesto indiferente, calar tabaco en mis pulmones. Y dar un sórdido trago a una lata de algo.
Y no.
No lo entiendo.













enc.

jueves, 3 de septiembre de 2009

III.




Se perdía entre vestigios de aliento. Entre jirones de niebla. Entre recortes de noche. A lo lejos, en la avenida, cruzaba una moto. El ruido que expiraba chocaba entre edificios, diluyendo pedazos de eco contra las ventanas cerradas de frío. Cruzaba la calle a paso lento. Nunca había prisa.
En un paso de cebra, de pintura blanca desgastada, de asfalto agrietado, se sienta. Cruza las piernas. Sabe que hoy no pasará ningún autobús. Y qué importaba si lo hacía.
Cruza las piernas. En la esquina, al doblar la calle, suena un acordeón. Es noche cerrada, y las cuchilladas de platino descosen el cielo. La luna también toca el arpa. Pugna por tocar a tierra abierta, ante un anfiteatro de silencios, gemidos en los trasteros, y brindis en los bares.
El hombre se abre el pecho. Del vacío halla una llave. La llave de un camino, que parte a la derecha, que tuerce más adelante. Qué no divisa la conclusión. También halla la afonía de una garganta muda, y el maullido de un gato sordo. Un rechinar de dientes. Un puño cerrado. Los pegotes de pegamento que anclan sus pies a una ciudad que nunca fue suya, a una casa que nunca fue hogar. A unos besos que nunca encontró sabor.
A hiel. Le sabe la vida. Le gusta más el tabaco. A veces, el ron pasado de fecha.
Apuesta fichas por doquier, mata boquetes con palabras agrias, nunca dijo la última palabra. Ni la primera.
Su herida cicatrizada estaba cubierta de trozos de papel. Se irguió. Poco a poco. Se ríe de una nube que pasa deprisa. No sabe que no llegara a ninguna parte. Siempre será extranjero, un peregrino. Ajeno a todo.
Acaricia el fino papel. Casi desgastado por unas manos viejas. Ya tiene tres.
Bajo la alcantarilla crecen flores que por fruto plantan declaraciones de amor en pedazos de libreta de cuartilla, de dos renglones. Para escribir recto en un destino torcido.
Los coloca delicadamente, casi con gusto, en el mojado asfalto. El viento llora, y lucha por llevar consigo el insípido paradigma del narrar.
Al principio no ve nada. Luego, tampoco. Pero imagina un corazón.
Un corazón blanco y con manchas de agua en un fondo negro. Un fondo negro, pinchado y reluciente. De piedrecitas de camino, y algo de goma de neumático.
El hombre cualquiera, desprovisto de corazón, no sabe que hacer con el nuevo músculo de papiro.
No comprende nada. Y no le importa. No quiere saber. Para qué. En el estado inocuo y parasintético de la ignorancia, bajo la vulgaridad del aplastante mundo, siendo menos que nada, qué mierda importa un por qué.
De repente, tiene prisa. Se levanta y deja que el travieso viento arranque las raíces dispuestas con dedos temblorosos.
Amanece. Y un coche frena. La rueda delantera derecha se detiene. Cuando arranca de nuevo, no sabe que transporta la cuarta parte de un resquebrajado corazón de papel en piel de neumático. Rumbo a ninguna parte.













enc.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

II.




Y lentamente, entreabrió la boca. Parecía sorprendido. Con la misma rapidez, tiró la chupada colilla al suelo, y giró la cabeza, sumamente interesado, de pronto, por el vuelo de una paloma blanca. Nada le sorprendía.
Pasó por su lado. Algo cerca de más. La sintonía de las hojas al quebrarse llenaba de polvo marrón, y olor a invierno, el aire. Pasó por su lado, y apenas olisqueó su olor.
El hombre cogió el trozo de papel viejo que, suspendido en el aire, se posó sobre una piña caída. La mujer torció la boca en una sonrisa imperceptible.
No había nada en el trozo de papel. El hombre supuso una invitación a ninguna parte. Soltó una carcajada, y escupió algún insulto. Todas son unas putas.
No obstante, guardó cuidadosamente doblado el pedazo de pergamino en el bolsillo de su gabardina.
Se colocó sin cuidado ninguno el sombrero, y empezó a andar sin rumbo alguno.
Entró en un portal sucio, pestilente y pequeño. Se sentó en el segundo escalón, y besó con desgana un cigarro que encontró en el quinto peldaño. Sabía que aparecería. Tarde o temprano.
Se encontró, sin saber muy bien como, y sin importarte tampoco mucho, enredado en unos brazos de mujer. Jamás besó sus labios. Recorrió cada rincón de su cuerpo, cada doblez de su piel cálida. Cerró los ojos. Qué más daba quién era ella. Gritaron. Y todo calló de silencio. Todas eran unas putas.
Se entretuvo demasiado atando los botones de su camisa amarilla. No tenía prisa. Sabía lo que había abajo, en el buzón más cercano a la puerta.
Volvió a colocarse el sombrero, y alcanzó el trozo de pergamino que le esperaba a medio meter en la abertura del casillero.
Andaba cojeando, achacado de una vejez incorpórea. Tenía el alma arrugada, el espíritu requemado, como si de cada cigarro apagase la colilla en él. Era un cenicero, asqueado, lleno de polvo, de sinvalores, de porquería. Sabía que no valía nada. Nada. De sus ojos colgaban trizas de tristeza. Pero no de esa tristeza que se limpia cuando lloras. Llevaba tatuada en su piel, con fuego helado, el dolor que le hacía andar.
El hombre, el hombre cualquiera, de rostro cenizo y sonrisa podrida.
Llovía. Pero no importaba. Nada importaba. Dio una patada a una lata de cerveza. Se arrepintió, y vació las pocas gotas que le quedaban en su boca. Sabía a sal, a lluvia, y a sinsentido.
Volvió al banco. Lo encontró mojado, húmedo y con restos de comida que alguien había abandonado sin remordimiento. Cerró los ojos para no ver.
Se acordó del portal. De la mujer. De su cuerpo. De sus manos arañándole, de su boca comiéndole hasta el adiós. No recordó su olor. Sólo sus gemidos.
Y lentamente, sin moverse, blandió un gesto consumido, drogado a base de nulidad. Sonrió.












enc.

martes, 1 de septiembre de 2009

I.




Esta es una historia cualquiera.
Imaginate a un hombre. O a una mujer. O hasta a un perro, por qué no. Dibujale el rosto. Un rosto cualquiera, esos que encuentras por doquier en las estaciones de metro, en los bares de pueblo, en las teles sin sintonizar.
Hazle una sonrisa. O unos ojos que lloran. Qué más da. A trazos negros y grises, emborrónale las mejillas. Puede que llore de pena. O de alegria. No importa.
Arráncale el corazón. No te olvides. Si no, ya sabes que más adelante te tendré que contar sus penas, sus dolores y sus rabietas de niño viejo, y ya sabes. A nadie le gusta que le llenen el hombro de lagrimas saladas.
Deciamos que guardaba el corazón en una caja de latón. Ahí está bien. Y si el candado se oxida y no podemos abrirlo, mejor.
Vistelo bien. Con corbata, traje y zapatos limpios. De su talla. Con calcetines blancos, sin agujeros en los dedos, y bien estirados hasta la pantorrilla. No dejes el pañuelo.
Haz que camine derecho, y que luzca siempre gafas de montura. Y cuando haga sol, unas flamantes Ray-ban. La milimétrica raya del pelo, chafada con gomina.
Cuando hable, con voz de tenor, pausada y afable, todos pensaran que es un buen tipo.
Imaginate que a esta historia cualquiera, de un hombre cualquiera le metemos a una mujer.
Ya sabes, no cualquier tipo de mujer.
Una mujer... bueno, ¿podrás imaginarte, no? Ya supongo.
En fin.
Claramente, en cualquier historia que se precie hay una historia de amor. Y como esta no es menos, a pesar de ser una historia cualquiera, no podían faltar los affaires y pasiones de los claros protagonistas.
Así pasó la cosa.
Era una tarde de otoño. De esas ventosas y frias, de las de té, manta y un libro entre las manos. No llovía. Aún así, las nubes gordas y grisáceas pesaban en el cielo, y reacias a moverse, se anclaron bajo la solitaria ciudad.
En un parque céntrico, en uno de sus dos únicos bancos, yacía tirada una figura... figura desmadejada y revuelta, como los papeles que jugueteaban con el viento traicionero. Una figura que fumaba, entre dientes, tabaco húmedo y horas de pensamientos clavados en el tronco del árbol de enfrente.
Cubierto por una película blanca, y nubes de nicotina, cerraba fuertemente los ojos. Notó las pisadas sobre la alfombra de hojas secas y caídas, y con esfuerzo y abatimiento, abrió un ojo.















enc.

lunes, 17 de agosto de 2009

Entre suspiros de niebla.
Entre callejones oscuros a plena luz del día, bajo un sol diluido y algo insípido. Las sonrisas gitanas descosen los bajos de sus pestañas. Tan finas, tan heladas. Como delgado hilo de luz bajo la puerta del desván.
Esconde bajo las persianas el ruido del motor del viejo Mercedes. De color canela y rumbo torcido. Agarra al volante la boca de una lata de cerveza. Asquea una mueca.
Escupe la sangre a borbotones, que coagula en rayos y en bombillas sucias de polvo.
En el tiesto de la ventana del segundo piso, despierta el perfume de mujer. Cierra los ojos, y al son de una marcha fúnebre recorta la silueta de su cuerpo.
Suena Bach.
Con caricias, y algo de amor revenido, mima un cigarro, y empuja al resquicio del balcón, la ceniza de su piel.
Las corvas de su orgullo, se inflan y revientan. Tiembla por dentro. De ira, de dolor, de rabia. Golpea con sus puños la pared. Una y otra vez. Una y otra vez.
Se mira en un espejo, de esos de los baños públicos, de los bares de carretera, por los que chorrean la prisa y la necesidad. Tengo los nudillos despellejados. En carne viva.
Me sorprendo.
Y redoblo el esfuerzo. Una pared no es nada. Nada. Nada que me frene.
En una canaleta, por las que de vez en cuando gotea el agua de lluvia de mi soleada tierra. Si, en una de esas. Duermo. Y desde ella, al verme, ríen los vagabundos. Siempre piensan que es mejor un contenedor, o el banco del parque de la calle siguiente, o el escalón del portal de la vecina increiblemente guapa. No saben nada.
Desde mi tubo alargado, me bebo la noche.
Hoy, tomaremos la luna.















enc.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Primero yo, y después el mundo. Siempre esa máxima que seguir, siempre esa ley de vida. Qué tendremos los humanos, que tendemos a querer y a vivir en sociedad, pero que no somos capaces de cuidar lo que nos da la vida. Qué tendremos las personas, que no sabemos darnos cuenta de nuestras riquezas, y las echamos a perder.
No somos nada, más que lo que los demás han hecho que seamos. Aún así, no miramos, no cuidamos, no queremos, no ayudamos. Siempre el yo delante, sin lugar a un tú que anteponer. Mucha palabra bonita, y mucho sentimiento vacío.
Así, no queda más que encerrar el corazón y el alma, y a fin de cuentas, el cuerpo, el espíritu, en una habitación a oscuras. Y cerrar las ventanas y bajar las persianas y cerrar las puertas y echar el candado a la cama para no poder nunca salir de ahí. Y cerrar los ojos, y no verlo más, y matar al corazón, para que deje de sufrir. Y cerrar la boca, y callar, y no decir nada, tragar todo, tragar, digerir, asimilar, incorporar. O vomitar y destruir con palabras como balas. Entonces, reinaría soledad.
Y qué más da, si ya lo hace. En el fondo, lo hace. Quién más para confiar a ciegas sin miedo a caer, quién más para caminar sin miedo al abandono, quién más para llorar sin miedo al qué dirán, quién más para compartir destino sin miedo al adiós.
Nadie lo hace, nadie es quien dice ser, en este mundo de frivolidades y mentiras; nadie ama, nadie quiere, nadie siente. Nadie mira, todos observan; nadie confía, todos hablan; nadie olvida, todos perdonan; nadie reprocha, todos condicionan.
En este habitáculo que es mi micromundo, creo encontrar tranquilidad. Pero salgo, paseo, y veo, que hay alrededor, demasiados brazos, y pocas manos. Ya no sé qué hacer, si hermetizar y respirar, o salir y llorar.
No hay nada cierto, nada que persevere, nada bello y real.
Son realidades, sí, absolutamente reales, que se revelan de golpe y me hacen caer. Ya no sé si quiero seguir luchando, o si sólo quiero dejarme llevar. Ya no sé si levantar o tropezar y arrastrar.
Solo sé, certeza absoluta y cruel, que primero voy yo, y después, el mundo.













enc.

lunes, 3 de agosto de 2009

Recuerdo el frío metal atravesando mi piel.
Recuerdo, momentos antes de que esgrimieras una sonrisa agria, el sabor de la sal en la herida, y del azúcar en la boca.
De pie, me amenazaste con una navaja de plata, algo desafilada y temblorosa, y me forzaste a darte algo que no me pertenecía.
Me pedías el corazón.
Me pedías lealtad a un templo; al templo de tu cuerpo, y fidelidad. Era fiel a mi promesa y a mi dios. Tenía una religión y un credo. Unos valores, unos ideales y una palabra que blandía con honor. El orgullo hendía en mi pecho, y respiraba tesón. Luchaba por la injusticia, y lloraba por el dolor. De mi alma colgaba el penacho bordado de oro; el escudo de una guerra abierta, el pergamino de una tregua eterna. Mi espada, de madera, atravesaba con facilidad y gracia las armaduras rotas de mentiras, y desempolvaba rencillas y disputas que atormentaban a los transeúntes. Mis manos dejaban caer monedas de oro y plata, al paso de sucios pordioseros.
Y aún así, osabas enarbolar una hoja de metal brillante, para robarme el pulmón. Me robabas las sangre que regaba mi cuerpo, el nervio que movía mis pies, el temple que me hacía asimilar la derrota. Me robabas la vida.
-¿Por qué?
-Porque, dijiste, yo no vivo ya. Soy una consecuencia sin causa, una pregunta sin respuesta. Soy un ser vacío, un instrumento de viento, unos ojos negros. Soy lo que nadie ve, lo que todos ignoran; soy la puerta de salida, el vaso vacío, la caja del regalo. Me miro en un espejo, y ni él me devuelve la mirada. Soy un rastro sin huellas, un camino sin fin, una bala sin pistola. El día de la muerte, la última gota del chaparrón. Esa que a nadie importa. Todo el mundo está ya guarecido. ¿No me ves? Claro que no. Nadie lo hace.
-Déjame vivir a mí, pues.
-¿No lo entiendes?
-¿Qué he de entender? Solo entiendo el punzón que desgarra mis tendones, ese que blandes con temor. Solo entiendo que la desgracia te hace ciega; y sorda. No entiendo que tiene mi corazón, que tiene mi alma, que tiene mi vida que te sirva. De tu infortunio no te va a sacar. Busca el causante de tu desdicha, y arráncale a él las vísceras, como amenazas conmigo.
-Sigues sin entender. Nadie me hace ser lo que soy. Soy yo, y este puto sentimiento que me quema por dentro. Que me hace arder, y a la vez, tiritar de frío. Cerrar mis párpados y suplicar que paren los alfileres que me clavan por todas partes. Deseo morir. Pero sé, que más allá de la muerte, seguirá este tormento. Sé que no se va a ir. No va a cesar. Nadie puede ayudarme, nadie lo va a hacer. Dáme tu corazón.
-¿Qué puede hacer mi corazón? El tuyo bombea. Lo oigo y lo siento. Replica con frenesí. El tuyo vive.
-Quiero que me devuelvas lo que un día te entregué. No es mi corazón lo que bombea. Es el dolor agolpado, furioso e histérico, que lucha por expandirse. Quiero mi corazón, el que guardas en tu pecho, el que te hace ser quien eres. El que lucha y vive, el que crece y pelea. No puedo sostener los deshilachados hilos de mi conciencia en pie. Te juré el amor que cabía el mi corazón. Ahí lo tienes. Latente y ardiente. Guardas en tu pecho todo lo que soy.
Bajó el arma lentamente, al tiempo que una lágrima dulce goteaba por su barbilla.
Dio media vuelta, y borracha de sombra y pesar, enterró su cuerpo en la tierra. Decidida a no vivir, cerró los ojos con los que, por última vez, dejó el vestigio del último alambre que la ataba a la existencia. Su último pensamiento, el último eco de su voz, lo escuchó la tierra. De él entonaba, un lastimero perdón. Esperaba que su corazón nunca dejase de rebosar amor, aunque su cuerpo yaciese bajo las estrellas. Y las raices.













enc.