viernes, 31 de diciembre de 2010

Llorar para no sentir solo un calendario,
el paso de los días,
el lejano golpeteo de unas gotas de lluvia
en una sombra de uralita.
La base del estribillo.
Y el grito de una guitarra.
Para qué callar
si los gestos hablan de más.
Las navajas de luna,
que se clavan en las noches
más agrias
con sabor a ausencia.
A la soledad de tu estela desapareciendo,
perdiéndose en las calles que te tragan,
en los coches que derrapan,
y camuflan tus sonrisas desde la esquina.
Háblame de poesía,
que no sé lo que es,
llevo sin saber como quien bebe sin sed,
sin ansia ni deseo
de unos labios etéreos,
de un vacío existencial.
Nunca la palabra había tomado significado,
sentido,
verdad,
realidad.
-¿Qué palabra?
La que ahora me trabas
porque desde tu halo de sensatez impones que me trabe,
desde tu aura de magnificiencia
que me turba y me idealiza
una realidad gris y lúgubre.
Taciturno el día que muere y con él el párrafo.
La última gota del vino con el que brindamos.
La última nota del vals que bailamos solos y rodeados de todos.
El último beso que sabía a coma, a coma de enumeración y de dos puntos.
De comienzo y de inspiración.

-Pero, ¿de qué palabra hablabas?














enc.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Un polizón en mi cabeza no deja de golpear las paredes. Dolor incesante a la altura de la mirada que intenta huir por unos ojos cerrados. De unos ojos cerrados.
Amor con hache porque en mi idioma sólo hablo yo, yo y el viento que me besa y me mece y me arropa por las noches cuando no hay despedida. Te vas es un desliz, es un suave descenso que se sumerge sin salpicar gotas de agua al crack de tu ausencia; al torcer la esquina de tu sombra intermitente, rozada por una farola que palpita cual mariposa de enamorado enjaulada por las palabras.
Las cosas que nunca te dije... contigo parten a un lugar remoto, fuera del alcance de mis misivas en aviones de papel. Que llueve y calan los huesos, que llueve y yo lloro y no soy impermeable.
¿Personal? No. Nada es más personal que tenerte enfrente, enfrente y respirarte. ¿Y esto qué es? Una bonita utopía de incesante dolor de cabeza que aumenta el ritmo, frenético desengaño que vuelve cada primavera cuando salen a pasear los propósitos de año nuevo. O los despropósitos.
Y qué. Y qué. Que me gusta arrancar pétalos de uno en uno y tirar guijarros a un espejo de agua, que devuelve un reflejo y un guiño de la luz del sol.
Hoy no es primavera pero como si lo fuese. Pero en primavera no me duele la cabeza ni es viernes. Y hoy lo es y no calla el martillo.
¿Medicina? 500 gramos diarios de sonrisas sumisas. Sin receta.














enc.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Noches de viernes y cuatro copas y una soledad.
Ningún principio y mucha ingenuidad, un reventón y un pistolazo, el edén de un espejo que cruje a portal de madrugada, a paso descompasado y equilibrio borracho. Arañazos en la piel que no se ven, cual escozor impuro en la madrugada de junio y un sol pálido que juega al escondite.
Y déjala que entre, que ya llega, la maldita musa que inverna a placer y se deja caer por los tejados a dos aguas, que vaga entre letras y se posa para verme caer, allá abajo; entonces realza el vuelo y con un soplo de lluvia gris desliza su manto de lágrimas, que no la vea la noche y no le cante al alba, que el reloj le marca tarde y un minuto, el retraso del doblar la esquina y de la casualidad que nunca fue casualidad.
Alguien siempre es nadie. Vacua la espera que acaba en tragedia al ver un horizonte plano y blanco, inmenso y mínimo a la luz de una rotura, de un breve quejido que suena en algún lugar del piso de madera donde pasamos las noches y las duermevelas. No son las vigas ni es el viento que se acerca a cantar fandangos, ni música que gotea por los gemidos lastimosos y algo errantes, que se alejan por las dunas fangosas de desierto cálido y de frío color apagado.
Y una ventana que abre al cielo en su plenitud, en su brillante azul doliente, en su sangrante deseo de ciclo y avance; pero siempre las mismas nubes, el mismo sol cabrón que deslumbra cuando no debe y enmudece a su placer caprichoso.
Hoy estás y mañana nunca existirá, viernes sin jueves y nunca más, la última copa nunca dejó de ser la primera de un llanto incontrolable; la primera calada que te hace toser y ver neblinas a tus pies.
Acuchíllame un beso que no sabes si luego me desvalijarán las entrañas, pequeño soñador iluso y perdido en las chimeneas de humo, ingenuo caminante que un día cualquiera a una hora cualquiera de un diciembre cualquiera, cruzó sin querer su palabra con una mirada que vagaba.
Y quién no vaga, amigo, y quién no se deja arrastrar y caer y caer y caer.
No se cierran puertas, se entornan perspectivas de un futuro esbozado. Ya no tatuado en el antebrazo izquierdo. Y me callo porque nadie escucha, y si lo hace que se acerque, que venga, que al oído suena mejor; al oído y a la piel, que tiemble y que se estremezca, producto de un escalofrío de verano, una onza de escarcha que llevar en el bolsillo. Que arda que sólo somos fuego que nunca se apaga.
Allá abajo, en el subsuelo, en los bajos del dolor, también hace calor, amor. Pero déjalo entrar que te está acribillándo el salón y las sillas ya vuelan por el balcón, y sin casa no se ama que no hay guarida para las noches de lluvia, manta y silencio. Silencio del que habla sólo y locuaz, el que te calla y te emboza las palabras para que ningún ruido mate la magia de una ciudad en llamas y dos corazones haciéndo el amor.

Siempre pensé que Titanic era una cursilada. Pero a quién le importa ya.
















enc.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana.
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y maliciento
que en sucio polvo dormirá mañana.

Si muero hoy qué callé,
que no dije,
y qué se aleja tras de mí.
Vaho y tormenta que aflautan
las voces de los fríos
para ser menos fríos
entre las manos de un amor
cada vez más amargo
y cada vez menos amor.
Letargo
de una noche de princesas
de cuentos y nanas,
de párpados caídos y sonrisas incipientes.
El miedo,
y ese corazón coraza,
esa loriga a cuestas
y a rastras.
Ese peso incandescente,
leve,
que eleva la voz como lo hace el alma,
pero no,
y no,
sólo la voz,
la que se traba, la que se queda en la garganta,
el resto, los restos
huesos de besos
lo dicho
lo por decir
y lo que nunca
lo que todo
se comió el miedo.
Cada vez más nada
más llena de todo
de una plenitud que no rebasa,
de un idas y venidas
de una ida,
y ninguna venida.
Que te espero
que te desespero
en una estrofa, en una película en blanco y negro
en un desgarro de guitarra, en un grito tendido al viento.
Baila, con mi miedo.
A mí, se me enredan los pies.

Que el poeta en su misión,
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.















enc.

martes, 7 de diciembre de 2010

Acércate y pregúntamelo al oído, suave y dulce, lento, desliz y seda. Si se me acabarán algún día las palabras. Si gastaré los verbos. Si se parará el reloj, si no habrá más besos en la última fila del cine, si dejaré de tenerte por aquí dentro.
Ni lo sé ni lo quiero, cuestión tras cuestión, intolerante empirista que me fuerzas a probar la carne una y otra vez, a vertebrar pentagramas que suenen afinado, o sólamente a dejar caer por la comisura de mi labio un alambre de sed. No te miento más que cuando te dejo marchar con un pedazo de papel y alguna palabra escrita. Fruto de una improvisación etérea, un fugaz destello que brota sin semilla, que se evapora como el perfume de una noche de verano donde nos besábamos a la orilla del mar. Todos tenemos un plural. Somos en plural, ni soy ni eres, ni vas a dejar de ser porque abandone mi capa de inmundicia y te destroce la piel por dentro y por fuera. Me recordarás, y no hay nada más que le duela a tu olvido.
Yo soy tu olvido y tu visión borrosa, la pérdida de mis rasgos. Si mis ojos negros o ámbares, si mi sonrisa torcida o mi letra curva. Hoy estamos porque somos, siempre sibilante al final, siempre una bajada leve, siempre ante el punto o la resta.
Que si me quedo sin palabras. Negarlo y mentir, qué más da, una más, una menos. El cruce de infortunios, el cúmulo de lo dicho y de lo dicho por no decir, cuando me paro y parpadeo sin tiempo a más; qué soy. Yo petulante y profeta, yo sagaz y el miedo, yo hiriente y el sentimiento. Yo tu imagen en un espejo a tu medida, azul cristalino y de fondo marino, un ideal de reglas a cumplir, un mandato y una orden, un esbirro de un idealismo, una marioneta de hilos de telaraña.
El dolor de cabeza. La clave y el clavel, el hedor a dolor, dos y dos cuatro, acción reacción; matemáticamente menos uno, todos enlazados conforme a un tronco de madera circuncéntrico, añejo sin ron. No da para más y llama al silencio, que pase y que se acomode, que se deje ver, qué guapo, cuánto ha crecido. Hijo de un llanto o de un gesto de la mano, de la pérdida de visión o de la pérdida del norte. Hoy boca abajo, todas las lunas para ti, para mi tiene siempre el mismo rostro. Ya no nos amamos.

Claro que me quedo sin palabras. Lo que pasa es que tú siempre me ves afilando el arma.















enc.

martes, 30 de noviembre de 2010

Baja la música, me decía. O no vendría conmigo. Tanto condicional que tumbaba la duda incorpórea, la ingenuidad y la ineptitud. Tanto condicional y tanta cadena. Un saxo. Y un silencio largo, acabado en si bemol.
Errante porque vaga y errante porque no hay acierto en sus tumbos. Errante la palabra que profana, afilada e hiriente, a una diana de humo que se disipa al mínimo contacto de una utopía bucólica. Errante porque tropieza y tropieza y tropieza y se pierde.
Ya no me condicionaba. Ya no vendría conmigo si no bajaba la música. Se saltó el paso de cebra y la proposición que me temía su ida, cruzó sin mirar y rozando las pitadas de mis manos sordas, se me escapó con un suspiro de frío, de mucho frío y de noche de invierno, cerrada con candados desde las seis de la tarde.
Ya no quería que se quedase conmigo. Me daba igual la música que retumbaba en las paredes y agrietaba las lágrimas inexistentes que no era capaz de hacer rodar por mis dedos. Corazón coraza y flechas que rebotan contra una lámina de miedo, de yo sin yo. El etéreo cantar del pensamiento inoportuno, la apariencia de una perfección inmunda, de una suciedad efímera que quema por dentro y destroza el castillo del éxtasis.
Se había ido y había dejado la música puesta. Que suene sin parar, los pies que se iban y no volvían, ansias de camino y tierra, de barro en la suela. Al descompás de un error.
Dale volumen, que parece que oigo algo menos este palpitar inorportuno. Cáscara de nuez y barquito de papel, a la deriva.
No me hables, ahora no; no ahora que llega el estribillo.
















enc.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Nunca lo había visto así. Tan bajo, tan caído, tan raído. Tan ausente.
Hacía dos días que me había ido a otra ciudad, buscando otro norte. Mis aspiraciones no colmaban el techo de mi pequeña cabaña, de mis libros de polvo y estanterías carcomidas. Me crujían las vigas como los huesos por las noches. Me chirriaba la cama de distancia, de abandono. Esperaba un movimiento, un asterisco fuera de tiempo, un meteorito cayendo, un cambio en el sentido del giro, del compás de unos pasos que se desvían a otros cruces, que se dejan caer bajo las señales de dirección prohibida.
Le dije que me iba y que no me esperase. Que no iba a volver. Era como el fin de una película mala, de domingo por la tarde, de otoño y lluvia. Parpadeas y ya no estás. Los paréntesis que aclaran la teoría heliocéntrica, del punto gordo en el centro del todo. La inercia en la boca del estómago y ese maldito gancho que te sale por la boca y te tira y te tira y ya no te suelta. Prueba a saltar a un horizonte minúsculo, una inmensidad que te cabe en la mano y que te crece y te arranca el valor y hace más pequeño que lo que ves ahí abajo.
Me odiaba porque no lo quise. Nunca había querido atravesar su ventana con una flecha henchida en fuego fatuo. Yo tan sólo tenía una máscara de Polichinela, y me creí protagonista de una risa amarga y cruda, una mueca mal hecha que se le enquistó en esos ojos tan suyos, en esos ojos ignífugos.
Tranquilo, todo pasará. Arlequín me sonrió tras su perfecto brillo romboidal. Siempre supo hacerme creer las cuestiones más falaces, los más oníricos pensamientos que dejaba caer en un saco de idealismo. Todo es relativo, me dijo. La distancia es perspectiva y yo era su punto de fuga.
Qué ironía. Su punto de fuga y huí, huí por el vértice más alejado a la realidad, me dejé llevar por unos sueños que pasaban por unas palabras y un onanismo impertérrito. De qué están hechos los sueños, me dijo, para que te vayas por uno y dejes un mundo de realidades transparentes pero palpables, si no hedonista al menos recalificado de un valor que no cubre las ataduras que deslindas.
Perdía el tren. Y también él me perdía a mí. Cómo es posible que caigan los naipes, así, sin más. Sin viento y sin gemidos, sin el frenesí del descontrol que provocábamos al rozarnos. Pero torres más altas han caído, y me consuelo y me conduelo. Ilusa ilusión de iluso soñador. Corre la mentira rauda y sin corcel, pero deja tras de sí el cautiverio del tributo, el peso de una pena que cada día aumenta, como aumenta la distancia del engaño a sí mismo. Puedo huir de ti, amor, pero tus miles de ojos verán, me verán hasta en el último renglón de todo poema que quiera escribir para librarme y dejarme de todas las ciudades que deshago como mías por dejarte allí, debajo de los puentes, entre las ramas de los árboles y junto a los amantes que se hacen al amor sobre los colchones de muelles.
Ven que aquí te espero, con una pluma afilada dispuesta a mutilar hasta el último rostro que bailes para mí, maldito.
Maldito cobarde.















enc.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Inicio.
Dos puntos.
Querido nadie.
Una nube, un resbalón de agua
un retrato a carboncillo
un escalofrío que sabe a hielo.
Te llamo
a la luz de unas manos sucias
oscuras de niebla y noche
fumar por fumar
llorar por llorar.
Hoy era importante.
Cumplíamos años.
No de uno en uno.
Pares y cogidos, mano con mano.
Cogimos carrerilla,
curvas y frenazos,
ni una coma
ni un solo punto.
Querido tú.
No sabes ni dónde te quiero.
Dentro y a la izquierda
a la altura de un abrazo.
Bonito, bonito te quiero.
Hoy las flores negras.
Tus libros sembraban hojas secas
lirios cada vez que cantabas.
Querido yo.
Hoy silencios.
Nos otorgan la palabra,
que dejó de ser palabra,
y nació lápida y vocal.
Hoy más ayer igual nunca.
Qué raro.
Amor infinitivo.
Tú personal.
Yo. Yo, ¿qué?
Yo y un entierro.
Un segundo que echaste a volar
a otros cielos
donde amor es pretérito
tú las alturas
yo
el subsuelo
el esqueleto
de dentro a la izquierda.
A la altura de un abrazo.
Firmado.
El primer punto
de nuestro párrafo.
Punto y aparte.















enc.

sábado, 6 de noviembre de 2010

El sentido
que toma una palabra
calla
cuando hablan los silencios
por encima de los ojos cerrados
de los puños abiertos
de los puzzles sin montar.
Las guerras inacabadas
las frases a medio hablar
las fotos de pared y polvo
no acatan las reglas
del bien y el mal
no escuchas cuando alzo la voz
no me ves y no te veo
y te vas y te vas y te vas
y no corro, no corro
la noche me da miedo
por qué
por qué
tienes las manos frías
y yo ardo
no lo merezco
o sí
pero te vas, te vas
y estás lejos y hay humo
humo y distorsión
inercia
no quiero alargar la mano
el tiempo me asusta
y me acusa
y no oigo y no entiendo
no entiendo
por qué
por qué
qué hay en tu cabeza
que ni las fronteras ni los telones
ni el insulto ni el juez
sólo el silencio
hijo de puta
cállate
cállate
y levanta la voz
que ya no la noche
el silencio
el silencio
me arranca la voz.
Silencio.














enc.

martes, 2 de noviembre de 2010

¿Juegas?

jueves, 21 de octubre de 2010

Mujer sin rostro y sin voz, incoherente y discordante, amate profunda de la noche y del vino, buscaba hombre sin boca al que sonsacarle las mocedades y las cegueras.
Caído el rey Sol bajo las lanzas de la inoportuna plata, desfila exhibiendo grandezas y pequeñas muestras de vértigos al caer de bar en bar.
Su vestimenta, un atuendo desmesurado y diminuto, frágil y susceptible, que apenas le cubre los dedos de las manos. Un antifaz que le camufla de la injuria, que le oculta de la luz que deja pelusilla entre las comisuras de los labios. Una cinta de música de los 80, un vals apegado y un tango moribundo, un canto al destierro y una balada al desamor; deshecha y liada entorno a su figura de uralita, fría y montaraz de sobrevivir bajo tierra, le hace brillar bajo las luces de neón, girar su estela roja al doblar las esquina, y sobre todo, acariciar el helor de las heridas que salen a pasear por las noches, cuando nadie las ve y todos miran, con su perfume de pétalos mustios.
No bebía más que la sangre que le trinaba en los oídos, que de tanto palpitar escupían sus poros, dejándose llevar a un ebrio mundo de curvas y cielos de asfalto.
La poesía que escribía no era otra que la hija de su desdén, de su falso universo onírico, agazapado en los rincones más oscuros de su negro corazón. Asesina, de crímenes perfectos, ni una sola huella, su delicado talle se escurría entre las manos del muerto, su último adiós en el cuello, un bocado al centro de la vida, un entierro insonoro y sin llantos. Los cadáveres se untaban en las cuartillas que regalaba al aire, en sus manos acogidas y en sus manos olvidadas, porque hasta el mar nunca llega el ímpetu del grito que duele a libertad.
Su nombre, el apodado por un camarero de bar de carretera, una madrugada de invierno donde hasta los huesos cojean de frío, no era otro que Libertina.
El de él, el heredado por un padre que no hace gala a su apelativo, el del despojo de la vida, el de la última expiración de una respiración costosa. Hijo de un mundo que no es suyo, de un honor de penacho y escoria, el azar del destino y la azada de la muerte, que aún ni hoy con su yugo acoge, a aquel que su existencia liga a una cadena infinita e insalvable, invisible. Aquel no es otro que el que dejó su nombre por un ajeno, por una etiqueta colgada del cuello, engarzada con fuego a su pecho, una ardiente gema hiriente, roja caliza y negro carbón. Su nombre no era otro que Liberto.
Los dados o las ruletas, los juegos que pasean por tu lado rozándose con tu piel erizada, tocándose y girando la cabeza, dejándote a un lado. A ellos les mato de dos balazos. Dos balazos certeros, directos, al centro de su estómago.
Una herencia, un legado.
Libertad.














enc.

jueves, 14 de octubre de 2010

A veces es un brinco, otras un brusco descenso. A veces volar no sobrepasa los límites de velocidad, las señales se convierten en humo que resbalan por unos labios inhertes. Las directrices del camino se dejan llevar, que no quieren dudas tan llenas de vaho, de incertidumbres y óxido de huesos.
Una palabra inspira, una herida revienta, se abren las ventanas que siempre estuvieron cerradas a un mundo inquisidor, a un juicio con ojos vendados, un dedo que señala.
París siempre fue una ilusión, una pesada levedad que se acomodó junto a mi cama y que me apagaba el despertador de los días impares, los días acabados en uno que sonaban a feliz. Las horas de madrugada un canto de sirenas, un sonido lejano y tosco, un golpeteo sordo que sabía a guitarras afónicas, a cantos desgreñados y a lágrimas negras.
Los sombreros y las Rayban, los pitillos colgados de sonrisas bocabajo. En la ciudad del viento no soplan violines. El invierno silba entre bohemios consagrados y aprendices de primer grado. Sueños y límites. Contradicciones y borracheras, corazones que botan y que se sueltan de las manos, levantan el vuelo.
Bohemio. Bohemio y soñador. Iluso buscador de una palabra, del sentimiento moribundo, de un pequeño mundo oscuro y brillante. Pequeño gran motor de la vida por la vida.
Del amor al arte.














enc.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cuéntame algo que no sepa, algo nuevo, otro sueño, un final ciego, una historia a medias. La sonrisa de un payaso, las pintadas de una pared.
Barnízame los ojos para ver brillante en días con nubes, dime que ser valiente es fotografiar lo inexistente y colgarlo de las ventanas con cortinas que dan a patios de luces cerrados por oscuridad.
Llámame viento porque me dejo llevar y me arremolino en tus pies, soplo de otoño que renace irrealidades socavadas. Árbol que se mece al cambio de las rosas de los vientos, a los ramos de camelias que se regalan las parejas de unos.
Me hiciste cuento y entre hojas blancas surqué, príncipe destronado de una palabra difusa que se evapora al respirar. Respiras bonito y la escarcha se prende. Por qué no cantas, por qué.
Un piano y a ti, a ti toda entera, clama calma y me iré de tu lado para nunca, para nunca mendigar en calles de Madrid, llenas de frío y soledades de varias marcas. Otras de mucho años atrás, ya caducas y algo mohosas.
Brindaste con el cristal como si fuesen lágrimas al cuello, petrificadas en cadenas y condenas, en aranceles de frontera o en sobres de cartas nunca llegadas.
Para ti todo es suficiente. Para mi suficiente es bastante, y los muros enladrillados dejaron de marcar a regla y lapicero mi crecimiento anual. Me quedé enana de corazón, y el diminuto arco de mis brazos nunca llega a tu todo.
Todo tuyo.
Que me esperen en un psiquiátrico. Bombeo necesidad de nada.














enc.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Confiamos demasiado en nuestra burbúja, en nuestro vagón de tren camuflado, blindado al choque de vientos y vías, al avance diminuto, violento que arrasa traqueteos y vibraciones. Pensamos que dentro no se escucha el mar que se difumina por las ventanillas, los brochazos de azul que se pierden con los parpadeos, las semillas de trigo que germinan en las manos y al mirarlas nos brindan campos de girasoles.
Creemos en nunca como un imposible, un significado más allá del verbo y del verso, del tiempo que nos crece y se nos va, una realidad demasiado lejana, en otro planeta, en otra vida. Un nunca no existe, lo absoluto y la certeza aplastante, el blanco y el negro, un universo en medio. Lo relativo de la apreciación, el matiz de unos ojos o una boca, la tenue voz que se pierde y se pierde y se pierde.
Anclados a una realidad palpable, segura, estable y apacible no giramos, no giramos y nuestra luna no cambia, no crece y no se mengua, y nosotros siempre somos nosotros, un tú y un yo, un elemento más de las millones de partículas que respiramos, un estado inocuo, una pequeña gota de agua en una ola que no revienta contra la arena.
De pronto la luz nos ciega, la certeza cruel de que existe un infinito truncado, una progresión de números más allá de la décima parte del día que nos conocimos. Un inicio suave, un desliz, un error. Una equivocación. Y aquí estamos, bebiendo mares y colocados de palabras. Hasta el cuello de drogas de monte y caminos, de promesas.
Siempre pensamos, siempre pensé, que el horizonte era inalcanzable. Más allá. Yo avanzaba, a tu lado, pero nunca llegamos. Nunca. Y ese nunca fue vapor, una exhalación, una nostalgia, un enquiste. Un dolor de estómago y de ausencia.
Espero que sigas mirando la luna por la noche. Cuando esté roja, que llore sangre. Una luna roja, que el cielo arda en llamas.

Buen viaje, a donde quiera que llegues.













enc.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Siempre he pensado en el papel como mi piel. Blanca, insípida, vacía. Hueca. Llena de aire, rebosante de suspiros, colmada de anhelos, perforada por un sol que transluce. El enorme mural que colgar de una ventana, un cartel publicitario, una bandera de corazón, el símbolo de una unidad y un uniforme. La pantalla golpeada por misiles de luz, por bombas de gas que revientan colores y salpican de formas, de líneas discontinuas y proyecciones de otros deseos que alguien abandona y se enredan, se enredan en la celosía que atrapa en su red los desperfectos, los defectos de fábrica, los sueños rotos.
Siempre he odiado las máscaras acorazadas, las trincheras bajo tierra, las balas y metrallas a quemarropa. Las armaduras y los antibalas, la desnudez cautiva de un miedo, de un dolor, de una muerte; el yo transformado, hundido, disfrazado, otro rostro, otra palabra, otro nombre. Otra identidad, un número de serie, un código de barras, un peso a rastras y las manos de una mujer que no recuerdan el rostro del hombre, que esos surcos de los árboles no lo reconocen, esos ojos ya no miran a través de su cristal azul, de su bóveda verde, su intransigencia y su perseverancia sumidas a una multitud que desviste las pieles, que colorea las muecas y los guiños.
Siempre he pensado en la piel como la lija que lima los estragos y los aranceles, las fronteras y los caminos que corren por delante de los pies, esperándolos en los recodos sombreados a que asomen a su vista horizontal, para asfaltar de nuevo hasta la línea del sol. Las sombras ligadas, enamoradas, falsamente esposadas a un cuerpo y una materia, una proyección de ilusiones, un reflejo de espejos que devoran los contornos de los cuerpos.
Las sombras que no abandonan los dedos ni aún cuando éstos acuchillan con frío la piel muerta, las escamas de soledad, y hacen brotar a borbotones pegotes negros de sangre, arroyos que discurren por los pliegues del codo, por las corvas y por el lóbulo de la oreja. Que se disuelven y disgregan, que se bifurcan y unen, en un equilibrio estable, una apoteosis controlada, la catarsis del líquido elemento pigmentado de sal y carmín. Los entresijos de un velero que se deja arrastrar, sucumbir a la tromba de viento y empuje, un capilar a la deriva.
Y el silencio.
El silencio que lo impregna todo, que acecha debajo de todo, de cada palabra que precede y a la cual pone final. Ese silencio amarrado a la cascada, viajero de mochila y espalda, atrapado entre el the y el end.
Ese silencio que presenta las palabras, las letras que marcan la piel roja, supurante y brillante. Ese rastro que deja tras de sí el cuchillo, el eslabón de la cadena que no acaba de encajar, la llave del candado que atasca la cerradura.
Todo el eco de la voz que resbala por los poros.
Todo lo que somos. Piel y sangre. Papel y boli.













enc.

martes, 7 de septiembre de 2010

Un instante. Un solo instante y te quedas sin vida. Sin vida, sin ojos y sin sonrisa. Un momento mientras parpadeas, mientras buscas en los renglones de los libros algo que te vuelque el corazón, mientras caminas sin rumbo entre calles. Procuras enquistar bajo tus costillas los latidos que se te escapan de la boca, que te golpean los oídos y que provocan el temblor del suelo. Pero es sólo un instante.
El tiempo infinito que se concentra en una mota de polvo, el haz de luz que tus ojos reflejan contra el espejo del baño, la letra infinita que nunca acaba de caerse de tus dedos cuando la pintas en los cristales llenos de vaho. Los adioses que sobrevuelan los andenes, los silbidos del tren en marcha, la vibración de las vías y el paso de un avión.
Nunca más y para siempre. Prométeme que no habrá más instantes, que los puedes coser, atar a la cola del viento y anudarnos las muñecas con sus esposas de ráfagas heladas. La ínfima linea que separa chocarnos o no, mirarnos de reojo, coincidir en un bar. Encontrarte. Ese instante y millones más, basura y queroseno, una cerilla y una hoguera, y que arda el fuego, que queme y que caliente, que se haga humo el resto, el tiempo de sobra, las tardes de tedio, las miradas que ni dicen nada, las palabras vacuas.
Un sólo instante. Uno sólo. El que separa dos países, una frontera, un corte en la piel, hundido, que perfora una vena, una arteria, y adiós. El instante de una tarde de domingo, rezumante de calor por las paredes, desbordante de monotonía y voces de radio. Y los dados que tiran a cinco. Y ese instante.
Y a surcar los mares que no importa mi brújula o tu mapa. Astrolabio y labios.
Y que nos falta tiempo para llenar de instantes.














enc.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Tórrido y plomizo, pesado, agoniza como un molesto cosquilleo en la pierna, un aguijón que huele a miel, a hiel que se derrite por las comisuras de los trastos que estorban en el camino, en la mano que tropieza con teclas y tintas, con el sin nada que decir. Con el folio en blanco y mucho que callar, más que correr por renglones pero a trabas que se interponen en el golpeteo mecánico, en la punta del lapicero sin afilar.
Sin el día que cae o sin la noche que sobrevuela los horizontes de cada cabo, desde cada playa que se ve la misma luna, más grande, más redonda o tupida de besos que lanzan los enamorados para que no se los lleve el mar. La marea que sube y que no se oye en la alta montaña, en los parajes verdes o en la soledad de las paredes blancas. Los anhelos que se respiran, los deseos que se comen unos a otros y los sueños que no se rompen, se caen al suelo y no se agachan, demasiado lejos para letanías tan cercanas; todo duele en cuanto se clava un poquito, nadie grita ya cuando le achicharran las costillas. El dolor es joven y pueril, no ha nacido y ya sucumben, se derriten, derrotan sus pesares antes de la batalla de espada y escudo, antes de lorigas y metralletas. Las metas y a la carrera, sin mapa y sin terreno, a ciegas y con los ojos vendados, abiertos tras la gasa transparente pero ellos no ven. Ellos no quieren ver.
Los viajes al inframundo se atrofian, todo lejos y nunca jamás, tópicos típicos que designan realidades inmateriales, inalterables y lejos de la palabra, de la definición tangible y palpable, lejos de los dedos y por ello infinita y dura, oscura, desconocida y aterrorizante. Desde arriba no se distinguen los corazones que laten, el calor que desprende la piel y las llamas que calcinan toda sed de descubrir, todo amago de lo nuevo, todo lo escondido que yace perdido, a expensas de una catarsis que revierta el espacio y el tiempo, que cambie las tornas y las cuencas, los cabales y los cables de las mentes. Mientras, los destinos vendrán con fecha de caducidad, a corto plazo, viaje de ida y vuelta, de tiempo contado, a contrarreloj.
Romper con todo está mal visto. Luego hay que remendar. No sirven las cruces del revés, las creencias en diferentes, las tonalidades que se salgan del círculo cromático. Cambiar el mundo siempre fue una ensoñación, una bonita noche abrazada a un amor eterno, y efímero, un desgarrón por el que sangrar los ideales de buen hacer, un boquete por el que calcular la buena conciencia; un desagüe por el que evacuar la palabra bonita, la primavera eterna, el sol subyacente, las sonrisas escondidas dentro de paquetes sorpresa. El mundo traga pero no cambia. Y nadie aquí vomita si no es por alcohol, que el grito desgarre otra garganta, que se queme en otra voz, que se tensen otros puños y que pataleen otros ideales. Que a mi me pillan demasiado lejos y no quiero ir por ellos, que mi comodidad reside en el amor de una madre y en un techado donde nacer.
Haciendo el pino, que las manos van a sostener ese trozo de tierra árida, boca abajo y con las rodillas dobladas que el peso de mi comicidad es proporcional al imparable girar del astro, que si para no es por mí, y a mí que no me espere. Desnudo y tiritando, con una soga al cuello y una correa en la mano, las calles miran para otro lado. Y si miran se ríen. Acrimonia. Ilusos y despellejados, vacíos de todo y llenos de nada, con gafas de sol que les come la luz. Y así no ven. Porque ellos, ellos nunca quieren ver. Y si ven les repugna, no entienden, el conocimiento se subleva, las raíces del comprender, la ineptitud por la crítica a lo desconocido. Así van, harapientos de desconchones, hasta arriba de costras, de raídas heridas a medio secar. Pero nadie las ve porque se cubren de celo, de miedo y de pavor.
Nuestra arma es esa daga de platino y sangre que despega de la piel el cuero seco, que desluce las cicatrices para que brillen a la luz, y que cose con hilos de noche a los harapos y rasgones cuando al mundo le da por engancharse con las paredes.














enc.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Él no creía en los cuentos de hadas. En los colorín colorado. En erase una vez.
Contaba con los dedos y nunca callaba, aunque no tenía principio ni tenía final. Ni empezaba ni acababa.
Todo lo verde que respiraba le sonaba a cuento chino, a pesadilla de siesta y a libro de hojas en blanco. Pero todo era verde y le robaba la respiración. Se le empapaban las voces que alzaba a volar como una cometa y se tragaba las lágrimas para que no se las quedase la lluvia.
Nunca supo porqué. Tampoco cuestionaba. Se dejaba llevar y mecía sus manos a compases acomodados, a pentagramas sin curvas, sin subidas y de llanos paisajes. El tiempo le susurraba al oído y los segundos le cantaban a dos voces, a veces rascaba el piano, otras peinaba un violín.
Él nunca supo porqué. El temblor del epicentro lo pilló en las nubes, a mil kilómetros de la realidad, pero no por ello supo porqué.
Salió desnudo al centro del escenario, caído y sin alas, sin ojos y sin luz. Se había quedado sin habla, sin palabra, sin porqué. Cientos de ojos se parapetan entre parpadeos, se cubren con sábanas de miedo, de escrutinio y de juicio sin juzgar. Pero le clavan a la pared.
Él siempre esperó que no se le acabasen los dedos de las manos, que siempre pudiese contar de nuevo, empezar de cero y uno más, llegar al infinito y volver a largas zancadas, corriendo hacia abajo, llevado por la fuerza que le tiraba del ombligo. Él no quería dejar de contar, no quería un final, un frontera, un fin de la línea, un punto, una muerte.
Lanzó la moneda al aire. Que decida el sol que enquista los sellos del metal, que se enrobine al rededor del valor y que su peso enmohecido decante anverso. O reverso.
Él se sentó a la orilla del papel a esperar que cayese.
De momento no cuenta. Ni uno, ni dos, ni tres. Diez. Cuando caiga, quizás once.
Quizás punto y final.














enc.

viernes, 2 de julio de 2010

Reza que el amor no existe y ya verás como te nace algún dios. Dioses hay en todas partes y ninguno escucha las pintadas callejeras en las paredes de tu portal. Pero tu reza para que crezca y ya verás como pintado todo es mucho más bonito. Es más bonito en primavera que en invierno. Y todo gusta más si es dulce. Con mucha azúcar. Puedes matar los sabores. Para que todo sea dulce.
Cuando te despierte el sol mándalo a tomar por culo. Eso. Que le jodan. Despéinate y que te miren al pasar. Destroza los espejos y cruzifícate. Críticate hasta hacerte llorar. Arráncate los pelos y vete cinco días al mar. En un barquito de pesca. Tú solo. Luego vuelve y crea un sentimiento de añoranza, que el tiempo se va y tú vas muy despacio. Que le jodan al tiempo. Siempre hay una última parada de autobús. Y qué si la pierdes. Anda. O quédate sentado en el borde del camino haciendo autostop. Alguna chica guapa, rubia y con gafas de sol se parará para llevarte a su cama. Maulla. Maulla y hazte gato. O ladra y cómete los amaneceres como si fueses un salvaje y la ciudad tu selva, tu jaula y tu libertad de cristal. Hazte ateo, apostólico y budista. Déjate el pelo largo, barba y los pantalones rotos. Tu abuela te dirá lo que quiera pero en el cielo todos van con túnica. Fuma hierba. El tabaco no es sano. Y no bebas. Muérete de sed y que luego te riegen. Y ya verás como te nacen tallos, capullos y hasta flores. Regálale a tu madre una maceta. Escribe por las paredes. El arte es callejero y duerme bajo los puentes. Destroza las calles. Que no existan señales de tráfico, pasos de cebra ni cedas el paso. Libertad y libertinaje. Cócteles molotov. Drogas duras, blandas y de colores. Sexo, orgías y colocones. Que le jodan a la vida. A la vida. Y que luego te digan que has perdido el tren. Que te has caído, que pecas y que estás en un error. Es mi error y vivirá en mi casa lo que a mí me dé la gana. Que no tengo ni cerraduras ni puertas. Pero yo me caigo y me caigo solo. Y que yo solo me levantaré si tengo frío. Joder. Que no me gusta la comida precocinada y de microondas, las calles que me llevan donde no quiero ir, las leyes morales y éticas que me creen por malas MIS leyes morales y éticas. Que si quiero ir al revés y haciendo el pino, que si quiero caerme de boca una vez sí y otra también, que si quiero ir marcha atrás y otra vez para adelante, y que si quiero volar en vez de caminar, políticamente incorrecto o no, volaré boca abajo y en dirección contraria. Si te chocas no es mi problema.
El que va en el sentido incorrecto NO soy yo.














enc.

viernes, 18 de junio de 2010

Los barrenderos me cierran las calles. Noche sí y noche también. Por las baldosas desfilan, firmes y ordenadas, las gotas que chorrean de la curva de la luna, de la cadera de la luz que se deja reflejar en las farolas que titilan.
A mí me sacan las muelas y me comen los principios, me garabatean con carboncillo las rejas de salida y me cuadraculan los finales en historias en tres dimensiones. Me bailan los dedos lo que no los pies y me aguan las palabras que me obligan a toser. Los gritos de los niños y los pitidos de malva que pespuntan entre trompeta y clarín me acompañan al paseo, al pase de cine vacío, de olor a cafetera y de libros que se acaban.
Ya he aprendido que las sumas son sólo restas, y que bajo cero siempre hace frío, mucho frío. Frío azul de mezclar blanco y gris, de diluir en lágrimas que saltan de los mares y penetran en la piel. Rayajos de niñez que se hacen adultos y borran con carmín, carmín y tacones y corbatas a los cuellos que se ahogan entre suspiros y sollozos que nunca sentirán erizos en el viento.
La ciudad que hoy me duerme hace cosquillas a un cielo que creo mío, y que siempre será mío. Será mío porque siempre lo ha sido y no he encontrado un padre que abrace mejor que sus apretujones de lunes por la mañana y buenos días. Sin azúcar y un lienzo poroso, unas pinturas resecas y un pincel de pelo corto, una novedad que se tergiversa irreal, un borrón y cuenta nueva que no lo es. Hoy mi cielo me despide con las nubes de luto y el sol escondido, porque sabe que no me volverá a ver y yo sé que mientras vago entre esquinas la luna que me sigue sin tregua quedará donde quedan los restos, los todos, los círculos completos, las partidas de cartas acabadas y todos los quesitos del hexágono.
Hoy me he dado cuenta, entre cala y calada, que a pesar de los tragos y ratos, de los bancos de piedra y los cascabeles de corazón abierto, los cielos siempre son cielos, y que los trozos azules de la retina de cristal, del rayo de luz y locura, muescan las paredes con pequeñas hebras hasta cinco. Siempre hasta cinco y no perder la cuenta.
Llenando las paredes.
Llenando las paredes para desempolvar los muebles. Para cuando haya tormenta y se lleve hasta las pelusillas de papel de fumar.














enc.

jueves, 20 de mayo de 2010

No me vale con catar sino con ser experto, que el arte nace cuando ha muerto el resto; no me vale el grito de jaurías y desperfectos que se engarzan en los barrotes de una celda de sonetos.

Óiganme, que los gritos de bravío y de al abordaje también vibran, ¿me escuchas? Que le follen deseas y que te follen anhelas. Me cago en la puta que nadie escoge su suerte y a pesar de ello miente cuando desea la muerte.

Sal a la puta calle y mírate en las retinas de las esquinas dominadas por mendigos, míralos, míralos joder, y agárrate del cuello y entonces dí que maldices tu destino. Si no quieres ir más lejos ahógate en las paredes de madera revestida de un féretro. Seguro que entonces ya no te daña la luz los ojos.

Eh. Que la puta vida se te va de las manos, y lo que ahora lloras por tener un día llorarás por haber perdido.

Y mientras, los cojones filosofía. Los cojones. Qué mierda de estilo de vida y de pautas escritas. Vive joder, los delirios que te quemen y te coman la piel, y luego, cuando estés en carne viva y supures sangre, entonces, entonces, di qué cojones es la filosofía de vida. La puta vida que se resume en renglones torcidos no es más que un pentagrama de corcheas como manchurrones negros.

Mi vida es una jodida melodía. Y que le jodan al resto.









enc.

viernes, 14 de mayo de 2010

He llegado ya hace tiempo a la horquilla de lo oscuro. Lo oscuro con pinceladas blancas, el gris del entretiempo, e incluso de la luz que chocaba con los dedos.
Adelante y a la izquierda. Tenemos un paso al frente, tenemos dos lápices sin punta, comidos, y sobre todo, tenemos que coger el tren.
El día de la estación en hora llovía. Fuerte y retumbaba. Llegamos solos, cada uno solo consigo mismo, adormecido por dentro y tiritando por fuera. Hoy volvemos a desenterrar la maleta, del viejo túmulo de la colina, de la roída idiosincrasia de las llamadas al andén.
Ninguno quisimos un plural, ni una ese al final de la palabra. No teníamos fuego, y prendimos las boquillas con silencio. En el traqueteo dibujamos palomas con el humo blanco, volamos veleros con el ruido de nuestras risas, y dejamos la prisa en la rejilla del portaequipajes.
Había quien tomaba fotos, y los demás brindábamos sin querer. El alcohol nos quemó las venas, nos hizo crecer el habla y la lengua, la pericia y el descuido. Casi nos caemos, y a punto de dejar marchar el tren. Siempre llevábamos una guitarra, una voz y una clave de sol. Colgada del cuello y un collar, un anhelo de recuerdos y una frontera entre países. La morada de lo incierto apenas abría la boca al cielo, respiraba entre suspiros y a veces chasqueaba los dientes. No le teníamos miedo.
La vanidad nos hizo mella y la huella de nuestros pasos cobró alas sin correr, llegábamos demasiado pronto, demasiado pronto y frenamos. En seco y de golpe nos dejó el choque, con los ojos abiertos y la boca difusa, la mirada emborronada y el gesto difuminado.
Nos habíamos salido del papel, y nosotros sin darnos cuenta. Sin querer darnos cuenta.
La piel nos tenía el alma y nos despellejamos las yemas del corazón. Crepitábamos como el fuego hiriente en la maleza y las ramas, trepamos algunos y otros acurrucamos la corteza.
El tren silbó.
No había tiempo para despedidas. El pañuelo cayó en el suelo de la estación. El reloj estaba en hora. Dieron las dos y cuarto.
Otro día será el de callar y esperar. Hoy, no hay tiempo para más.




Yo me limito a esperar que se le acabe la pila al reloj.














enc.

lunes, 3 de mayo de 2010

No brillan los ojos de los muertos.
Juntemos mi miedo y tu temor.
Un ramo de espinas, bajo las sombras y bajo las cornisas. El canto rodó por la mesa, se astillaban a su paso las llamas, manchaban las paredes de olor a rancio, de necesidad y de ira sin dolor. Ira pasiva.
Tiremos una piedra al cielo, a ver si sale cruz. Que nos miran las caras y se nos estropeaban las flores. Nos sonreían y disimulaban. Todo era pequeño y no podías esconder el mundo en un abrazo.
Bebimos de las manos, callábamos y nunca más escribimos. Las cartas de amor nunca fueron para nosotros. Tampoco lo fueron la ausencia y el desespero. Vivíamos en un interrogante. Yo, en el punto. Tú, en la curva de mis caderas.
Inevitable. La guerra declarada sobre nuestras cabezas, y bombardeos entre flautas, y balas que nos peinaban las pestañas. No cierres los ojos, me miraste. No te escondas, me besaste. No huyas, me dejaste la mano.
Y así fue.
Así pasó la noche de la mañana, así pasó.
Porque, me terminaste por respirar -la última respiración que me amaste-, a los muertos, no le brillan los ojos.














enc.

viernes, 23 de abril de 2010

A veces,
pienso en el instante,
bajo el cual,
si yo fuera tú,
y mi vida no fuese un compás,
amarraría entre tus costillas
un grito salvaje
de despedida la cacofonía,
y de rotos y descosidos,
que sonase a dolor,
a miedo e intriga,
y te dejaría relamer
los huesos del revés
para que huelas
para que bebas
que mi no no es negación,
que trabo mi voz
para que leas
que nunca te quise
y quise un azul para mis ropas
que tiendo entre las calles
porque llueve entre las farolas

llueve, amor
y mi agua destilada es hiel
miel que desfila ante mis ojos
y
yo,
aquí
no entiendo nada
ya no entiendo ni mis pasos
ni el rugir que lo provoca.
Afilo los cuchillos
con mis lápices de colores
de no pintar soles
y desear
un berrido esquivo y callado
un dolor que sabe a nada
-pero que llevo atado-
nada
eso es lo que soy.
Nada.














enc.

martes, 13 de abril de 2010

Caerá una y mil veces.
Caerá con la noche y hasta la lluvia.
Inherte.
Coherente.
E indiferente.
Todo resbala por la piel de marfil,
por las lágrimas del correo postal,
por la sonrisa clavada del revés.
Las manos en los bolsillos.
Pendientes del donde estés,
atraviados en música,
se enredarán en despidos,
en las comisuras de bocas
en
la
que
no
hubieron
besos.
Viólame.
Arráncame el corazón,
y dególlalo.
Que de los versos del preso
sólo libertan
los huesos de los besos.
Que ya no quedan. Que ya no quedan.
La piel. Han quemado la piel.
La bandera que ondea
firme y enhiesta
es piel.
La piel de hoja y lija,
coja, rija, roja y arija.
Para hacer un tambor.
Que si yo no canto lo haga mi pellejo.
Que si yo no ladro lo hagan mis escamas.
Que si yo no vivo que lo haga mi estandarte.
Que si yo no soy poeta...
Que si yo no soy poeta...

Que lo sean mis lágrimas y su cauce que se seca.
Que lo sean mis manos desiertas.















enc.

jueves, 1 de abril de 2010

Corren las agujas presas de un diablo encendido que calcina su rastro de manecillas enclenques. Quedan carbonizadas sus huellas porque el humo se ahoga con las nubes blancas como las banderas de la paz moribunda.
Desde entonces no cuento historias. No desabotono misterios ni reviento lagrimones en el carbón titilante como sombras de velas que danzan a oscuras entre la desidia y la ausencia.
Prefiero la seguridad de lo invisible, el velo de lo tupido, el color de lo insípido y el regusto de un mordisco. E incluso el dolor de la espera autómata e irremediable. Ahora me gusta más no hablar y callar los ojos, que me cansan las pupilas y el cantar. La vida sucede entre renglones y se detiene en puntos y a parte. Siempre se me emborronan los puntos y seguido porque la velocidad me descompone las ventanillas.
Y me voy a donde me esperen con un espejo de agua en el que las olas se desborden y me encharquen las plumas de los altos vuelos y los bajos de los pantalones remendados.
Las cartas me vomitan los buzones y las picas me comen el alpiste de entre las venas y el miocardio. Me estoy pudriendo de no purgar telarañas negras de tinta. Todo va muy rápido.
Pasan los trenes y no me levanto. La vida desde abajo da más miedo, marea como un cigarro de tiempo. Te consume. O consumes.
Cuando das la mano son sólo huesos y una caja de música, que repliquetea hueco, a vacío. Huele a aburrimiento y a podredumbre. Todo se lo lleva el nervio, el miedo y la locura.
Mi locura sabe a papel y a fuego. Al papel de los sueños caricaturizados a rasgos afilados y a labios de carmín. A fuego que corroe y crepita; que se tiñe de azul cuando sabe a sal; que tirita de vicio y ama por amar.
Los juegos del destino no me apuestan al desempate. Yo fui el guardián de los secretos, el carcelero de los presos ciegos, de las manos agrietadas y de los surcos de las lágrimas. La llave del candado de óxido y arena en las tardes de verano. Pero mírame, que sólo soy un escupitajo entre solapas, un sueño desnudo y pudoroso, una sonrisa pueril que se desvive en llantos, recién nacida entre escombros y sangre cuarteada.
Un día voy a disparar a los tejados de los gatos negros con arma blanca. Ladrón de guante y desvirgado de perfume en las muñecas. Yo cuando quiero me escondo del reloj, porque la cuerda sin campana no rezuma. No resuena. A lamer se ha dicho y a enterrar entre tierras y fronteras que vamos. Es bonito llorar con el sol. Lágrimas de oro líquido y frío glaciar como pepitas de cristal.
Venía contando mi destino aburrido. Mi despido del dolor de cabeza. Perdí la cabeza y quedé el dolor. Porque yo siempre preferí renacer de mis cenizas grises y volver a caer en la misma mierda. La misma mierda que me da la vida y me la quita. Pero cuando me contamino no respiro. Y sin oxígeno no bombea el armatoste de cerillas y palitos de madera pelada. Se me atrofian las voces en los oídos, me chillan en la boca y me respiran el alma.
Que no me he ido.
















enc.

jueves, 18 de marzo de 2010

No importa que te vayas. No importa que cierres los ojos, abras los brazos, calles las manos, susurres gritos, levantes el vuelo, agaches la cabeza, parpadees muy rápido, sonrías sin querer, llores a menudo, te hundas, beses las palabras, olvides mi nombre, cantes en silencio, bosteces por la luna, quemes mis cartas, deletrees mis labios, confundas mi perfume, ahogues tu agobio, compres flores. No importa. Apenas importa.

A mí no me importa que te vayas. Toma mi mano e imagina que no está caliente, que no palpita, que no notas correr la sangre cuesta arriba, que no escuchas el tambor que vibra por las paredes de mis venas. ¿Lo sientes? Yo no te quiero. Yo no me quedo vacío a veces, no sufro si pasa el tiempo y tú con él, no me afecta perderme, no me ahogo en aire venido a menos por tu ausencia, no dejo de sonreír porque no te mires en mis ojos. Y casi casi, no dejo de vivir porque tú no vivas conmigo.
A mí me corroe la indiferencia de tu sentimiento. Tú, para mí, no eres nada.

¿Sabes dónde está el pequeño problema? Que hay algo aquí en medio que no piensa lo mismo. No me deja dormir por las noches, se empequeñece a la luz del sol, se llena de agua y llora, tirita de miedo, o se acurruca en un rincón. No le importa que te vayas, pero no puede soportarlo. No le importan los besos, pero no respira sin ellos. A veces, no se desata de tus manos. Y tú te lo llevas sin querer. Y yo me quedo más sólo, más vacío, más hueco y más nada que nunca. Pero a mí no me importa. Porque yo no te quiero.
















enc.

domingo, 7 de marzo de 2010

No he vuelto a querer.
Volar.
Se revuelven. Borbotean.
Rebosan.
Arden.
Volver es mi destino.
Con tres dedos.
Y un horizonte.
Una baraja de cartas. Una parada.
Un cigarro y un beso.
Un hasta luego.
Libros con hojas como yunques que se abren como presas y bocados sin sabor en la lengua. Sangre entre los dientes.
Abrazos rotos con espejos entre los huesos que se clavan hasta en el costado y las manos ya no supuran y los ojos ya no respiran y todo se ha muerto después de una flor.
Y cantan los menesterosos entre cubos de basura que retumban con tambores por el cuerpo y danzan entre botellas y soplan cuellos para que salgan adivinos y tres deseos entre sus uñas negras y alquitrán.
Párate.
Que me tambaleo.
Párate. Que ya no sé volar.
Agárrame que me caigo y me revuelco y entierro mis dedos de carne seca en lagrimales azules de mares y tormentas. Apriétame que se me caen de los ojos piedras y me chafan los pies porque livianos los pensamientos que dejo de lado y pesados los que sepulto bajo lápidas sin sonrisas.
Déjame. Que ya no quiero querer.
Dame la llave del tiempo.
Que me voy a encerrar en un baúl y con rumbo al sur. Queman los aires de norte y rajan. Las venas me cortan.
Punto y final.
Dos puntos. A lo mejor hoy hasta me como las comas.

Ya vomitaré después. Al anochecer.














enc.

domingo, 21 de febrero de 2010

Me pica el alma y me sangran los arañazos del rascarme.
Sin cuidado.
No quiero hablar de amor porque no está bien hablar de los ausentes.
Tampoco hablaré de ti.
Hablo de ti y me descarilla el pincel. Siempre amé la velocidad de correr con las manos quietas.
Si te vas, me llevas contigo. Y la condicional no condiciona.
Y adiós.
Te aprendo a olvidar. Matrícula de honor. Ya sé comerme las haches.
Me rompes los esquemas. Y tachón negro. Te paseas porque te gusta el frío y sus abrazos. Las narices rojas, los pies fríos. Sus ojos.
He dicho que no iba a hablar de ti.
Hablar de ti, ¿por qué? Porque nada. Eso es todo.
Dejé de fumar. Nadie me invitaba a últimas caladas. A boquillas que queman los labios. Y nunca llevo encima cerillas.
Me gusta el mar por la noche. Por el día, no. ¿Nunca has pensado que te susurra? Tiricias y erizos, frases como flores en las orejas, caricias entre los dedos.
En esta playa las olas no follan con el mar.
Son las cero cero, y ya no es ayer. Ayer te vi, y allí quedaste. Te congelaste porque nevaba, y te negaste a que fuéramos de verano.
Que estaba lejos.
Más lejos quedaba la ausencia, y llegamos sin querer. Cuando echamos a andar descalzos nunca pensamos en ahogarnos. Y las lágrimas nos bebieron los vasos.
Que me amas, escupiste. Te limpié los labios con un beso, pero lo tiraste a la basura. Estaba tan sucio.
Se me acabó el paquete. Con el último cigarro a medias.
Voy a hablar de mí. Mí nunca me quiso. Tanto era poco. Y poco, para mí, siempre era demasiado. Hasta que quebró las cuerdas del violín que desafinaban todas las noches entre efes y escaleras del piso de arriba.
Ni lengua ni gato.
Ya no sale a bailar. Prostituido a rasgones. Mucha cicatriz.
Desfasado en la noche.
Pero de madrugada acariciaba las sábanas porque estaban suaves, y le calmaba el dolor de tripas. Le aplacaba las tormentas.
Se ponía la mano en la boca y aguantaba sin respirar. Olías demasiado. Dolías en la nariz. De tanto inhalar te fuiste al pecho. Y luego al costado. Y ahí te quedaste.
No había tratamiento. Dolor crónico y permanente. Minusvalía. Para toda la vida.
Ni aspirinas ni besos.
Andaba con muletas. No podía apoyar, caía a tientas.
La acabaste por matar. Sobredosis.
Prohibieron mirar las estrellas. Que fomentaba, decían.
Pero ella ya no podía mirarlas a hurtadillas desde el diván. Bajo tierra todo se ve oscuro. Riega las semillas con lágrimas, y salen tallos a la luz. Pero cortan de raíz. Que no se extienda, dicen.
Mataron al amor. Como al cartero. Para que no matase más. Para que no fuesen contigo.
Allí quedo el cenicero.
Íbamos de vez en cuando a ver el mar. A oírlo en caracolas.
Quedaba lejos, un poco más allá que la ausencia, pero había que ver las estrellas.
Pero no vamos a hablar de ti. No hoy.
Vamos a hablar de mí. Hoy hace veintiún minutos y dos apagones que dije adiós. Dormir, le preguntaron. Para siempre, respondió. Para nunca.












Para G. Porque nunca oyó el mar en caracolas.












enc.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Me siento impotente porque intento guardarme algunos segundos en los bolsillos, pero se me resbalan de los dedos, y caen al suelos rompiendo en cristalitos diminutos, que se me pegan a los bajos de los pantalones, y que arrastro allá donde vaya.
Me han dicho que se llaman recuerdos. El tiempo cuando se rompe se hace sentimiento. Todo mi tiempo está resquebrajado y frágil. Vulnerable y lloroso. Me da miedo acercarme y darle caricias.
No cuido los alfileres que sustentan en andamios las fachadas del todo pasa. Burbujas que explotan en la piel, salpicando todo de rojo corazón.
Pero no, no tengo la culpa. Yo me paro y me siento, me enchufo algo de tabaco. Y dejo pasar frente a mí los trenes. En las estaciones lloro los adióses, y amo los besos de los amores que me dejan.
Yo no sé tocar la guitarra, pero canto aunque nadie me oiga.
Yo no sé cabalgar a lomos del tic tac, pero siempre seré mi propio corcel.
Yo nunca estuve a su altura porque vivo en el subsuelo.
Yo sólo busco que nadie lo entienda.













enc.

viernes, 12 de febrero de 2010

Nunca podrás llover con los ojos cerrados. Por más que saltes jamás vencerás a un mercenario que se llevó tu palabra. Los granos de café nunca serán las piedras para tropezar, las dulces caídas en sacos de espuma. Nunca sale el sol para todos.
Anhela porque deseas pero no ames. Si amas caerás en el pozo, amor. Si amas vendrás conmigo, con los ojos tapiados, tapados, vendados y vendidos. Acompáñame a la tierra de lujuria, al cielo de pecados y a la crucifixión del veneno. Bébete el amor. Si amas caerás sin más y ahogarás bajo los puentes, y dormirás conmigo, en mi cama de púas, en mi pequeña cuna de infantes y princesas.
Contrae las pestañas y solloza con ellas, pero no ames. Derrámate por las aceras y derrítete bajo las lunas menguantes, persigue los culos de los vasos. Paga por cada segundo de libertad, y cómprate un tanque de oxígeno. Ponte enfermo de vanidad y deja que te caduque la sangre, pero nunca ames.
Amarás. Amarás aunque no quieras y llorarás aunque no debas. Morirás de cáncer de orgullo. Arráncate los pulmones antes de que te chupen todo su perfume. Devuélvele el corazón, que las bombas incendiarias atenten lejos de tus dedos. A la guerra sólo van los soldados rasos. Y tú no mueres por amor.
Pellízcate la piel y despega la capa lúcida de dogmas que te fusilan contra la pared. Desnúdate. No hay verdades más evidentes que las inseguridades que los temores arrullan y despellejan cuando se capuza el miedo en amor.
Y el amor se despega de la ciencia infusa, de los posos de té, del sello de los carteros. Todo pegamento que aúna firme a su espalda es el dejado rastro de amor que secó en el miedo.

Si tienes miedo, amas. Si amas, tendrás miedo.












enc.

viernes, 5 de febrero de 2010

-Vengo a poner una denuncia.
Me senté lentamente, todavía magullado por el impacto de los golpes y estremecido por el dolor que aún latía en cada respiración. Cerré los ojos y dejé que un suspiro se me escurriera entre los dedos. Apreté las manos sudorosas, y las metí en los bolsillos vacíos. Abandoné las palabras, y salieron huyendo ellas solas. Vomité sin poder evitar manchar todo de voces.
-Eran las cuatro y cuarto. Apenas hace una hora y pico. Como siempre, me dirigía en busca de un paisaje extraordinario, que me estuviese esperando a mí. Iba cargado con mi lienzo y mi estuche de anticuario, donde guardo algunas pinturas y un carboncillo. Ya sabe, me dedico a pintar. No, no soy pintor. Sólo me gusta fotografiar con los dedos. Algo así como quien que escribe por necesidad. Por prescripción facultativa. Nada de placer. Pura necesidad. Ya sabe, vida o muerte. Yo pinto, no escribo, pero para que me entienda.
Eran las cuatro casi, y el sol se empecinaba en hacerme tropezar de sudor. Me corroía la fiebre, el ansia. Paré más o menos dos minutos bajo una acacia. Dejé suavemente en el suelo el atril, unos segundos, para retomar el aliento que me robaba el calor. Me insté a no detenerme, o no podría retomar el paso. Necesitaba llegar cuanto antes. Realmente no sabía dónde iba, ya se imagina. Unas veces llegaba antes, otras daba vueltas entorno a nada, esperando tras cada esquina algo que no sabía si iba a aparecer. Un nómada errante, eso soy yo. Desgasté el reloj hasta hacerlo ilegible. Perdí la cadena que me ataba a la cordura. Deliraba, enfermo de necesidad. Me ahogaba en lágrimas de dolor. No se vaya usted a pensar que me detuve. Llevaba caminando más allá de la eternidad, dispuesto a dejarme caer. Salté un arroyo, y bebí algo de los vientos. Entonces ocurrió. Sí, ya sabe, el motivo de mi denuncia. Ocurrió que estaba a punto de verlo. Se perfilaba en mis ojos, tomaba forma, se derretía la sombra, fluía la esencia. Pero no pasó de ahí. No sé cómo, pero no vi nada más. Sólo oscuridad. Un velo negro. Reviví toda la tristeza de la vida, todo el dolor del desamor, todas las lágrimas de la impotencia. La rabia de la perdida, el sinsabor de las despedidas. Me hundí. Caí a plomo en el mar, y me hundía. Era el ancla de un barco, el lastre del no querer. Tiritaba de fiebre. Fiebre. Temblaba tanto como un tempano de hielo, y ya no sabía si esas manos eran mías o no era más que mi corazón tibio que se me escapaba por las heridas de mi mente.
Me desmayé de hambre de oxígeno. Me atraganté en saliva. Y me desangré de nervios. Jugaba a la ruleta, al parchís y a la tómbola. Iba en una noria. Fumaba sin cesar, bebía sin digerir. Desaparecí.
Abrí los ojos. Mi reloj me decía que sólo habían pasado tres minutos escasos. Y yo había recorrido el alcantarillado del mundo. Me dí cuenta de que estaba solo. Como antes, entiéndame. Pero el grado de soledad había aumentado. Me habían robado mis lienzos e instrumentos. Apenas lo sentí como un par de latidos sobresaliendo al resto, como un pequeño sollozo. En mis dedos crecían telarañas de horas. Todo estaba gris de minutos, estaban viejos, y caminaban con muletas. Se moría. El tiempo se moría.
Me dí cuenta entonces. Nunca se me dieron bien los acertijos, sabe usted. Me dí la vuelta, y vi el esqueleto. Un reloj de arena que se desangraba. Todo era arena. Los gajos de las manecillas ya no estaban, el engranaje de las ruedecillas. Se lo habían llevado todo, y me habían dejado sólo.
Sólo, y sin tiempo. Sólo. Y sin tiempo. Sin tiempo para pintar los rayos de sol. Las sonrisas. Sin tiempo para llorar, para querer, para reír. Sólo. Sólo.
Y yo ya no tengo tiempo. Se lo han llevado todo. Y yo ya no tengo más tiempo.













enc.

sábado, 30 de enero de 2010

Yo
siempre
quise
subir
a lo más alto,
porque pensaba
que los sueños
dormían en las alturas.
Que en los suburbios,
de las grandes ciudades,
la poesía se escribía en las aceras,
y nacía de las camisas sin mangas
y los pantalones con remiendos.
Yo
nunca
quise
bajar
al subsuelo,
porque sabía
que si no estaba en las nubes
no podría respirar.
Que los cuchillos y los lápices,
se afilan al matar,
y son iguales en la diferencia
de clavarse,
uno en la piel, otro en la palabra.
Uno rasga el músculo y el cuerpo,
otro el alma y el corazón.
Yo
me
derrito
al sol de enero
y me quemo
con el hielo
de la mirada fría,
del adiós premeditado,
de los besos sin sal,
de las caricias sin azúcar.
Yo me ahogo
en las lágrimas de dolor,
en los vasos medio vacíos,
en las azoteas
donde conviven
los sueños de los que sueñan
y los restos de sueños de los que dejaron de soñar.
En los posos del café,
en las curvas cerradas,
en el jaque mate.
Yo
no
puedo
vivir
sin cerrar los ojos
y abrirlos
por encima de los cementerios
donde mueren los sueños.

Yo

no
puedo
estar
sin
ti.













enc.

jueves, 28 de enero de 2010

Entre calada y calada cantando, allá por las calles desiertas de las tres de la tarde de verano. Haciendo eses con el sol, jugando a luces y sombras, y abriendo los brazos al cielo.
Les presento a los días felices de placentera inactividad. A la irascible ontología repleta de oníricos pensamientos reflejados en el mar de plata.
A los largos paseos a ninguna parte y la estancia de por vida en el perfil de un árbol ventoso.
Olvidé los relámpagos de pena y las tormentas de lágrimas. Escuchando a Sabina, deambulándo entre espinos de rosas y capullos en flor.
Y el tabaco de mano en mano, pasaba las horas entre ceniza y cenicero, y los aros del humo son collarines a las risas inoportunas.
Conociste una dama de vestido azul, y mirada verde.
Te prendiste enamorado, caíste a sus pies, anclaste tu corazón a su andar, y suplicaste por su amor.
Decías de hablar de libertad, de bailar libertad. Baila, baila, decías, que esclavo que baila es libre. Ibas borracho de ideales y palabras, bebiste demasiado, drogaste tus sentidos y ya no tenías dolor. Las barras de los bares aguardaban a que volvieses, ebrio a devolverte las piezas del puzzle con las que fuiste pagando cada trago.
Eras un enamorado de la vida, por encima de todo. Por encima de la dama de azul y verde. Pero no permitías que besara los labios dulces de otro sobrio soñador de tejados, y llorabas de rabia y celos cada vez que abandonaba tu regazo y huía a la luna a espiar a los enamorados que se amaban en los portales.
Te faltaba inspiración para cantar en el metro y desgañitar las notas en las zarzas de tu garganta. Raspaba la lija que pulía las cuerdas de tu guitarra, porque el violín que se deslizaba por la piel de tu amada era demasiado suave para tu gusto de alcohol en vena.
Hablemos de libertad. Y los diálogos entre borrachos y contenedores te llenaban la vida, reventabas por dentro, aunque a la mañana siguiente no recordases nada.
Vivías por una dama azul y verde, y morías cada noche por un trozo de tu libertad, que hallabas agazapada al fondo de botellas y colillas. Eras preso de unos ojos inquisidores y bellos, y libre con un corazón bombardeando alcohol.
La libertad se compra, el preso siempre es preso de sí mismo.















enc.

sábado, 23 de enero de 2010

Hace algún tiempo, contaba por años mis dedos. Contaba por palabras mis años. Hace tiempo caminaba entre titubeos. Entre neblinas espesas y varas sin camisas.
Hace tiempo empezó a crecer cerca de mí la vía de un tren. Comenzó a fraguar los raíles en carbón azul y vientos negros. De tormenta. Poco a poco avanzaba, iba comiendo camino, pensando en llegar a una disyuntiva, o a un acantilado del que precipitarse. Quería una prueba. Quería una pelea donde mostrar su valía, su coraje, su tesón.
Crecieron las vías, como venas surcando la tierra que molía, como hilos que entretejían los nudos de una red que todo atrapaba. Llovía como caballos precipitándose a un galope furioso, oxidados, herrumbrosos y ruidosos. Llovía a veces, y todo encharcaba de sol y sombras, de noche. De rayos de luna. Acababan por secar, al fin. Y seguían en pie, aguantando el bélico embite del traqueteo de los vagones de carga. De los borrones y cuenta nueva. De la tinta seca, de los ojos sin lágrimas, de la sangre coartada.
Pasaron los años y dejó de contar con los dedos. Buscó otros vicios y otras virtudes, otras campañas y otros escudos. Otras banderas. Pero el acero y el hierro del andén seguían siendo fiel a su única lealtad. Su palabra.
Por fin, entre el sol de invierno y el verano que no acaba, asomó el morro de la locomotora por la curva del túnel. Prendió la antorcha, la luz, el lucero del alba. Por fin veía el tren que sólo pasaba una vez en la vida.
Salto alto. Muy alto. Puso sus expectativas lo más lejos que alcanzó, voló, se sumergió en las nubes, y admiró la tierra desde las estrellas. A toda velocidad recorrió el sueño por el que atravesaban la pradera. Sucedían muchas palabras, muchos veros, muchas comas. Muchos puntos y aparte.
Tras recoger del suelo y de las ramas las flores que habían mudado con el cambio de estación, en las que se bajó y en las que no, figuró una silueta, un esqueleto. Una sombra de una meta. De un tope, de un techo.
Tomó de la mano otra alma solitaria, otro cenicero de dolor, otra sonrisa de agua. Comandaron la máquina. Formalizaron sus deseos, casaron sus letras, entrechocaron su ilusión.
Iban a descarrilar, pero se sujetaron fuertemente al ardiente volcán que por dentro les estallaba. Y estalló. De fuego salpicaron todo, de fuego y cenizas.
El hielo apagó hasta la menor chispa que flotaba en el aire, pero nada pudo hacer con las cenizas, que se posaron en el suelo, y lo cubrieron de un manto gris y negro.
El tren empezaba a frenar, perdía velocidad sin derramar ni una sola lágrima. Imprimió fuerza con una llave vieja y llena de hiel, llena de miel y muescas desgastadas. Únicamente quedó una cerradura en las farolas, un boquete en las ventanas, un amanecer que nunca llegaba. Una puerta que no encajaba, un puño que nunca hablaba, una noche corta, un ayer que no será mañana, o las pinzas que atenazan entre engranajes un tiempo indefinido.
La llave se hizo ceniza. Tronaron los días y las noches, durante años, en todo el universo. Entre ceja y ceja un único ruido que no dejaba hablar.
Y calló. Y cayó.
El edén. La meta. El fin del trayecto, la flecha del nuevo a emprender. El éter. El elixir. La pócima del valor. El destino. El principio de todo. El big ban. El sexo desbocado. El grito desgarrado. Todo. O nada.

La llave se hizo ceniza. Se hizo la llave entre las cenizas.













enc.

sábado, 16 de enero de 2010

-Espera.
Pausa.
-Tengo que hablar contigo.
Pausa.
-Verás... necesito decirte algunas cosas.
Pausa.
-Bueno. Ya sabes que hace poco me compré un par de alas. Sí, las venden. Aunque no creas, me costó bastante encontrarlas. No eran muy caras; sólamente me pidieron a cambio un trozo del corazón. Ni siquiera me dijeron qué parte, ni cómo debía de ser ésta de grande. Tuve que volver a casa a por él. Ya sabes que nunca lo saco de casa, por si lo pierdo o lo dejo olvidado en cualquier parque. ¿Sabes? Me costó mucho rato decidir qué trozo cogía. Es que está demasiado mutilado, pensé, y el trozo va a quedar feo y sin forma. Igual no me lo aceptaban en la tienda. Fui a la cocina, y busqué el cuchillo de la mantequilla. Cuál fue mi sorpresa, cuando al volver intenté seccionar un trocito, pero estaba demasiado duro y ennegrecido como para que con una pequeña espátula sin filo pudiese cortarlo. Tuve que volver por el cuchillo del pan. Ya casi era de noche, y pensé que habían cerrado ya la tienda. Corrí el último tramo y llegué jadeante. Aún estaban mis relucientes alas colgadas en el mostrador. Entré, y dejé cuidadosamente el paquete de papel que relucía rojo, en carne viva. Me dijeron con voz triste que eso era demasiado poco. Abatida, desenterré del cajón el resto de órgano, y desee con fuerza que fuese suficiente. Está podrido, me dijeron. Cómo, pregunté yo, si late perfectamente. Me dijeron que así no les servía. Que era feo, ceniciento, estaba encogido, y era pequeño. Me dijeron que nadie lo compraría así. Triste, regresé a casa.
Pausa
-No tengo alas. Te mentí. Cuando te llamé, te mentí. Quería que te sintieses orgulloso de mí. Que pensases en mí como alguien importante, capaz, inteligente y que pudiese de volar. No puedo volar. No sé volar. Tú vuelas, y yo me muero de ganas de subir contigo, de sentir el viento contigo, de suspenderme en las nubes como tú. Quería escuchar tu alegría, tu satisfacción; quería sentir tu risa sincera ante mi mentira cobarde. Quería que fuese de verdad, por encima de todo, y quería que haciéndote creer que era así sentir que no te estaba mintiendo. Quería despegar los pies de la tierra, y poder alcanzarte. Pero siempre estarás por encima de mí. Siempre. Ahora debería decirte que lo siento. Que no debería haberte engañado, ni abusado de tu confianza. Pero no es así. No lo siento, no lo siento porque sé que lo volvería a hacer, por ver por un instante tus escasos te quieros convertidos en realidad. Por beber del orgullo que desprende tu voz. Siento esto. Siento no tener alas, eso sí que lo siento. Al igual que siento no poder llegar a alcanzarte, ni subir a los cielos de tu mano. Siempre iré detrás.
Pausa
-Quiero darte un regalo. Sé que no merezco el derecho a hacerlo después de traicionarte, pero voy a abusar aún más de ti, y voy a esperar a que lo aceptes. Sé que aquí no vale nada, y a los sitios que vas cuando vuelas tampoco. Pero también sé que te pueden dar algo por ello en otro lugar. Allá arriba hay un cementerio, más lejos que el cielo de día. Sé que la gente muere, y entonces sus corazones quedan allí. Y que allí les dan un par de alas, para que puedan seguir su camino hacia el cielo de noche. Llévate mi corazón, y quédate mis alas. Cuando el viento se lleve el tuyo, y te deje caer a un vacío y te arranque las tuyas, usa mi corazón. Podrás seguir volando. Podrás seguir suspendido en las nubes, como haces ahora. Podrás perderte entre las estrellas. Podrás volar, y yo, mientras, podré seguir viéndote hacerlo. Ese es mi regalo. Yo no puedo volar, pero una parte de mí lo hace cada vez que tú surcas los cielos.













enc.

domingo, 10 de enero de 2010

Demasiadas veces he pensado en las palabras como arma afilada que desgarra la piel y permite hacer volar el corazón y todo lo que tras su celosía se cobija.
He sabido que pongo a disposición de los ladridos de una jauría de perros y a la voraz represalia de una idea contraria todo pensamiento en carne viva que me despelleja por dentro. A pesar de saber que he labrado con mis propios verbos mi propia cárcel, y que he hecho cada barrote de nombres y cifras, no he dejado de saber que mientras haya ventana que amanezca al día habrá una ilusión que podrá alzar el vuelo.
Sé que soy tan sumamente pobre que no puedo ofrecerte más que hilos de tinta entrelazados, y que ni siquiera son de oro o plata. Esto es todo lo que tengo y lo que puedo entregar a cambio de tener entre mis huesos, encajados, los tímidos pasos que me instas a pisar, con los ojos cerrados.

Y el aire que me sobre alrededor, y el tiempo que se quede en nada
.

Me gustaría, hoy, poder sacar algo que sea capaz de hablar por mí, y te haga ver lo que mis ojos ven cuando están ciegos y se iluminan. Me gustaría que entendieses lo que se agazapa detrás de cada palabra.



Felicidades.














enc.

miércoles, 6 de enero de 2010

La vida de bohemio. Fumar frente a un ventanal que abre París; con los pies alzados a la mesa, descalzos y con pelusas entre los dedos. Sorber de una taza de porcelana el café frío, y echar el humo a la mesa donde escribir.
Tumbarse en una cama y tiritar de frío hasta entrar en calor mientras se disfraza de motas blancas la cúpula de la basílica. Pasear por el Retiro. O amanecer con el sonido de una sirena que perdió el mar.
Tener una casa. Vacía que llenar de fotos y cuadros. De tus fotos y tus cuadros. Fotos en blanco y negro con impresión de años atrás y gentes jóvenes. Rostros sin arrugas.
Paredes desentonadas, muebles que no combinan. Camas deshechas. Papeles por las mesas y goterones de tinta. Cuentos a medio crecer, sin manos pero con corazón.
Música en estéreo de una guitarra, pero sin saber tocarla. A voz en grito de barítono, y que bailen las flores.
Querer escribir un libro, pero con faltas de ortografía y sin letra bonita. No dedicatorias. Para nadie.
Para mí. Es mi libro, y no pensé en nadie al escribirlo. Fumé más que menos, y nadie me dedicó una calada.
Compro sonrisas. A subasta, claro. Ofrezco un abrazo a contrareembolso, ¿alguien ofrece más? También incluyo el armazón y la chatarra de mi cuerpo. He decidido que me quedo con mi alma.
Volaré con ella, hasta donde nos duren las alas. Si alguien me mira, le remitiré a un código postal. He decidido que no quiero decidir. Y que sea lo que mande mi palabra.
Que no me importa. De verdad, en serio. Créeme. Asiente. Bien.
¿Te lo crees? Creo que creer está de más, y observar de menos. Me he torcido en los renglones y no sé lo que digo. Me voy a exiliar a un país de bandidos donde me roben hasta la piel, pero me dejen la tinta del boli.
Eso es, transfusiones de sangre.
Esto parece la sombra de una pirámide cabizbaja, y los puntos suspensivos son infinitos. Creo que está bien por hoy.
Recuerda. No me importa. Más de lo que mi voluntad tergiversa en mi resonancia de sentidos para obviar una certeza. ¿No has entendido? Yo tampoco. Pero me da igual.
Voy a seguir viendo París desde mi ventana. Esto estaría bien que lo creyeses. Yo lo hago.
Pero voy a bajar a comprar tabaco.
Y a por otra taza de café.













enc.