lunes, 17 de agosto de 2009

Entre suspiros de niebla.
Entre callejones oscuros a plena luz del día, bajo un sol diluido y algo insípido. Las sonrisas gitanas descosen los bajos de sus pestañas. Tan finas, tan heladas. Como delgado hilo de luz bajo la puerta del desván.
Esconde bajo las persianas el ruido del motor del viejo Mercedes. De color canela y rumbo torcido. Agarra al volante la boca de una lata de cerveza. Asquea una mueca.
Escupe la sangre a borbotones, que coagula en rayos y en bombillas sucias de polvo.
En el tiesto de la ventana del segundo piso, despierta el perfume de mujer. Cierra los ojos, y al son de una marcha fúnebre recorta la silueta de su cuerpo.
Suena Bach.
Con caricias, y algo de amor revenido, mima un cigarro, y empuja al resquicio del balcón, la ceniza de su piel.
Las corvas de su orgullo, se inflan y revientan. Tiembla por dentro. De ira, de dolor, de rabia. Golpea con sus puños la pared. Una y otra vez. Una y otra vez.
Se mira en un espejo, de esos de los baños públicos, de los bares de carretera, por los que chorrean la prisa y la necesidad. Tengo los nudillos despellejados. En carne viva.
Me sorprendo.
Y redoblo el esfuerzo. Una pared no es nada. Nada. Nada que me frene.
En una canaleta, por las que de vez en cuando gotea el agua de lluvia de mi soleada tierra. Si, en una de esas. Duermo. Y desde ella, al verme, ríen los vagabundos. Siempre piensan que es mejor un contenedor, o el banco del parque de la calle siguiente, o el escalón del portal de la vecina increiblemente guapa. No saben nada.
Desde mi tubo alargado, me bebo la noche.
Hoy, tomaremos la luna.















enc.

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