jueves, 21 de octubre de 2010

Mujer sin rostro y sin voz, incoherente y discordante, amate profunda de la noche y del vino, buscaba hombre sin boca al que sonsacarle las mocedades y las cegueras.
Caído el rey Sol bajo las lanzas de la inoportuna plata, desfila exhibiendo grandezas y pequeñas muestras de vértigos al caer de bar en bar.
Su vestimenta, un atuendo desmesurado y diminuto, frágil y susceptible, que apenas le cubre los dedos de las manos. Un antifaz que le camufla de la injuria, que le oculta de la luz que deja pelusilla entre las comisuras de los labios. Una cinta de música de los 80, un vals apegado y un tango moribundo, un canto al destierro y una balada al desamor; deshecha y liada entorno a su figura de uralita, fría y montaraz de sobrevivir bajo tierra, le hace brillar bajo las luces de neón, girar su estela roja al doblar las esquina, y sobre todo, acariciar el helor de las heridas que salen a pasear por las noches, cuando nadie las ve y todos miran, con su perfume de pétalos mustios.
No bebía más que la sangre que le trinaba en los oídos, que de tanto palpitar escupían sus poros, dejándose llevar a un ebrio mundo de curvas y cielos de asfalto.
La poesía que escribía no era otra que la hija de su desdén, de su falso universo onírico, agazapado en los rincones más oscuros de su negro corazón. Asesina, de crímenes perfectos, ni una sola huella, su delicado talle se escurría entre las manos del muerto, su último adiós en el cuello, un bocado al centro de la vida, un entierro insonoro y sin llantos. Los cadáveres se untaban en las cuartillas que regalaba al aire, en sus manos acogidas y en sus manos olvidadas, porque hasta el mar nunca llega el ímpetu del grito que duele a libertad.
Su nombre, el apodado por un camarero de bar de carretera, una madrugada de invierno donde hasta los huesos cojean de frío, no era otro que Libertina.
El de él, el heredado por un padre que no hace gala a su apelativo, el del despojo de la vida, el de la última expiración de una respiración costosa. Hijo de un mundo que no es suyo, de un honor de penacho y escoria, el azar del destino y la azada de la muerte, que aún ni hoy con su yugo acoge, a aquel que su existencia liga a una cadena infinita e insalvable, invisible. Aquel no es otro que el que dejó su nombre por un ajeno, por una etiqueta colgada del cuello, engarzada con fuego a su pecho, una ardiente gema hiriente, roja caliza y negro carbón. Su nombre no era otro que Liberto.
Los dados o las ruletas, los juegos que pasean por tu lado rozándose con tu piel erizada, tocándose y girando la cabeza, dejándote a un lado. A ellos les mato de dos balazos. Dos balazos certeros, directos, al centro de su estómago.
Una herencia, un legado.
Libertad.














enc.

jueves, 14 de octubre de 2010

A veces es un brinco, otras un brusco descenso. A veces volar no sobrepasa los límites de velocidad, las señales se convierten en humo que resbalan por unos labios inhertes. Las directrices del camino se dejan llevar, que no quieren dudas tan llenas de vaho, de incertidumbres y óxido de huesos.
Una palabra inspira, una herida revienta, se abren las ventanas que siempre estuvieron cerradas a un mundo inquisidor, a un juicio con ojos vendados, un dedo que señala.
París siempre fue una ilusión, una pesada levedad que se acomodó junto a mi cama y que me apagaba el despertador de los días impares, los días acabados en uno que sonaban a feliz. Las horas de madrugada un canto de sirenas, un sonido lejano y tosco, un golpeteo sordo que sabía a guitarras afónicas, a cantos desgreñados y a lágrimas negras.
Los sombreros y las Rayban, los pitillos colgados de sonrisas bocabajo. En la ciudad del viento no soplan violines. El invierno silba entre bohemios consagrados y aprendices de primer grado. Sueños y límites. Contradicciones y borracheras, corazones que botan y que se sueltan de las manos, levantan el vuelo.
Bohemio. Bohemio y soñador. Iluso buscador de una palabra, del sentimiento moribundo, de un pequeño mundo oscuro y brillante. Pequeño gran motor de la vida por la vida.
Del amor al arte.














enc.