martes, 1 de septiembre de 2009

I.




Esta es una historia cualquiera.
Imaginate a un hombre. O a una mujer. O hasta a un perro, por qué no. Dibujale el rosto. Un rosto cualquiera, esos que encuentras por doquier en las estaciones de metro, en los bares de pueblo, en las teles sin sintonizar.
Hazle una sonrisa. O unos ojos que lloran. Qué más da. A trazos negros y grises, emborrónale las mejillas. Puede que llore de pena. O de alegria. No importa.
Arráncale el corazón. No te olvides. Si no, ya sabes que más adelante te tendré que contar sus penas, sus dolores y sus rabietas de niño viejo, y ya sabes. A nadie le gusta que le llenen el hombro de lagrimas saladas.
Deciamos que guardaba el corazón en una caja de latón. Ahí está bien. Y si el candado se oxida y no podemos abrirlo, mejor.
Vistelo bien. Con corbata, traje y zapatos limpios. De su talla. Con calcetines blancos, sin agujeros en los dedos, y bien estirados hasta la pantorrilla. No dejes el pañuelo.
Haz que camine derecho, y que luzca siempre gafas de montura. Y cuando haga sol, unas flamantes Ray-ban. La milimétrica raya del pelo, chafada con gomina.
Cuando hable, con voz de tenor, pausada y afable, todos pensaran que es un buen tipo.
Imaginate que a esta historia cualquiera, de un hombre cualquiera le metemos a una mujer.
Ya sabes, no cualquier tipo de mujer.
Una mujer... bueno, ¿podrás imaginarte, no? Ya supongo.
En fin.
Claramente, en cualquier historia que se precie hay una historia de amor. Y como esta no es menos, a pesar de ser una historia cualquiera, no podían faltar los affaires y pasiones de los claros protagonistas.
Así pasó la cosa.
Era una tarde de otoño. De esas ventosas y frias, de las de té, manta y un libro entre las manos. No llovía. Aún así, las nubes gordas y grisáceas pesaban en el cielo, y reacias a moverse, se anclaron bajo la solitaria ciudad.
En un parque céntrico, en uno de sus dos únicos bancos, yacía tirada una figura... figura desmadejada y revuelta, como los papeles que jugueteaban con el viento traicionero. Una figura que fumaba, entre dientes, tabaco húmedo y horas de pensamientos clavados en el tronco del árbol de enfrente.
Cubierto por una película blanca, y nubes de nicotina, cerraba fuertemente los ojos. Notó las pisadas sobre la alfombra de hojas secas y caídas, y con esfuerzo y abatimiento, abrió un ojo.















enc.

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