jueves, 3 de septiembre de 2009

III.




Se perdía entre vestigios de aliento. Entre jirones de niebla. Entre recortes de noche. A lo lejos, en la avenida, cruzaba una moto. El ruido que expiraba chocaba entre edificios, diluyendo pedazos de eco contra las ventanas cerradas de frío. Cruzaba la calle a paso lento. Nunca había prisa.
En un paso de cebra, de pintura blanca desgastada, de asfalto agrietado, se sienta. Cruza las piernas. Sabe que hoy no pasará ningún autobús. Y qué importaba si lo hacía.
Cruza las piernas. En la esquina, al doblar la calle, suena un acordeón. Es noche cerrada, y las cuchilladas de platino descosen el cielo. La luna también toca el arpa. Pugna por tocar a tierra abierta, ante un anfiteatro de silencios, gemidos en los trasteros, y brindis en los bares.
El hombre se abre el pecho. Del vacío halla una llave. La llave de un camino, que parte a la derecha, que tuerce más adelante. Qué no divisa la conclusión. También halla la afonía de una garganta muda, y el maullido de un gato sordo. Un rechinar de dientes. Un puño cerrado. Los pegotes de pegamento que anclan sus pies a una ciudad que nunca fue suya, a una casa que nunca fue hogar. A unos besos que nunca encontró sabor.
A hiel. Le sabe la vida. Le gusta más el tabaco. A veces, el ron pasado de fecha.
Apuesta fichas por doquier, mata boquetes con palabras agrias, nunca dijo la última palabra. Ni la primera.
Su herida cicatrizada estaba cubierta de trozos de papel. Se irguió. Poco a poco. Se ríe de una nube que pasa deprisa. No sabe que no llegara a ninguna parte. Siempre será extranjero, un peregrino. Ajeno a todo.
Acaricia el fino papel. Casi desgastado por unas manos viejas. Ya tiene tres.
Bajo la alcantarilla crecen flores que por fruto plantan declaraciones de amor en pedazos de libreta de cuartilla, de dos renglones. Para escribir recto en un destino torcido.
Los coloca delicadamente, casi con gusto, en el mojado asfalto. El viento llora, y lucha por llevar consigo el insípido paradigma del narrar.
Al principio no ve nada. Luego, tampoco. Pero imagina un corazón.
Un corazón blanco y con manchas de agua en un fondo negro. Un fondo negro, pinchado y reluciente. De piedrecitas de camino, y algo de goma de neumático.
El hombre cualquiera, desprovisto de corazón, no sabe que hacer con el nuevo músculo de papiro.
No comprende nada. Y no le importa. No quiere saber. Para qué. En el estado inocuo y parasintético de la ignorancia, bajo la vulgaridad del aplastante mundo, siendo menos que nada, qué mierda importa un por qué.
De repente, tiene prisa. Se levanta y deja que el travieso viento arranque las raíces dispuestas con dedos temblorosos.
Amanece. Y un coche frena. La rueda delantera derecha se detiene. Cuando arranca de nuevo, no sabe que transporta la cuarta parte de un resquebrajado corazón de papel en piel de neumático. Rumbo a ninguna parte.













enc.

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