sábado, 30 de enero de 2010

Yo
siempre
quise
subir
a lo más alto,
porque pensaba
que los sueños
dormían en las alturas.
Que en los suburbios,
de las grandes ciudades,
la poesía se escribía en las aceras,
y nacía de las camisas sin mangas
y los pantalones con remiendos.
Yo
nunca
quise
bajar
al subsuelo,
porque sabía
que si no estaba en las nubes
no podría respirar.
Que los cuchillos y los lápices,
se afilan al matar,
y son iguales en la diferencia
de clavarse,
uno en la piel, otro en la palabra.
Uno rasga el músculo y el cuerpo,
otro el alma y el corazón.
Yo
me
derrito
al sol de enero
y me quemo
con el hielo
de la mirada fría,
del adiós premeditado,
de los besos sin sal,
de las caricias sin azúcar.
Yo me ahogo
en las lágrimas de dolor,
en los vasos medio vacíos,
en las azoteas
donde conviven
los sueños de los que sueñan
y los restos de sueños de los que dejaron de soñar.
En los posos del café,
en las curvas cerradas,
en el jaque mate.
Yo
no
puedo
vivir
sin cerrar los ojos
y abrirlos
por encima de los cementerios
donde mueren los sueños.

Yo

no
puedo
estar
sin
ti.













enc.

jueves, 28 de enero de 2010

Entre calada y calada cantando, allá por las calles desiertas de las tres de la tarde de verano. Haciendo eses con el sol, jugando a luces y sombras, y abriendo los brazos al cielo.
Les presento a los días felices de placentera inactividad. A la irascible ontología repleta de oníricos pensamientos reflejados en el mar de plata.
A los largos paseos a ninguna parte y la estancia de por vida en el perfil de un árbol ventoso.
Olvidé los relámpagos de pena y las tormentas de lágrimas. Escuchando a Sabina, deambulándo entre espinos de rosas y capullos en flor.
Y el tabaco de mano en mano, pasaba las horas entre ceniza y cenicero, y los aros del humo son collarines a las risas inoportunas.
Conociste una dama de vestido azul, y mirada verde.
Te prendiste enamorado, caíste a sus pies, anclaste tu corazón a su andar, y suplicaste por su amor.
Decías de hablar de libertad, de bailar libertad. Baila, baila, decías, que esclavo que baila es libre. Ibas borracho de ideales y palabras, bebiste demasiado, drogaste tus sentidos y ya no tenías dolor. Las barras de los bares aguardaban a que volvieses, ebrio a devolverte las piezas del puzzle con las que fuiste pagando cada trago.
Eras un enamorado de la vida, por encima de todo. Por encima de la dama de azul y verde. Pero no permitías que besara los labios dulces de otro sobrio soñador de tejados, y llorabas de rabia y celos cada vez que abandonaba tu regazo y huía a la luna a espiar a los enamorados que se amaban en los portales.
Te faltaba inspiración para cantar en el metro y desgañitar las notas en las zarzas de tu garganta. Raspaba la lija que pulía las cuerdas de tu guitarra, porque el violín que se deslizaba por la piel de tu amada era demasiado suave para tu gusto de alcohol en vena.
Hablemos de libertad. Y los diálogos entre borrachos y contenedores te llenaban la vida, reventabas por dentro, aunque a la mañana siguiente no recordases nada.
Vivías por una dama azul y verde, y morías cada noche por un trozo de tu libertad, que hallabas agazapada al fondo de botellas y colillas. Eras preso de unos ojos inquisidores y bellos, y libre con un corazón bombardeando alcohol.
La libertad se compra, el preso siempre es preso de sí mismo.















enc.

sábado, 23 de enero de 2010

Hace algún tiempo, contaba por años mis dedos. Contaba por palabras mis años. Hace tiempo caminaba entre titubeos. Entre neblinas espesas y varas sin camisas.
Hace tiempo empezó a crecer cerca de mí la vía de un tren. Comenzó a fraguar los raíles en carbón azul y vientos negros. De tormenta. Poco a poco avanzaba, iba comiendo camino, pensando en llegar a una disyuntiva, o a un acantilado del que precipitarse. Quería una prueba. Quería una pelea donde mostrar su valía, su coraje, su tesón.
Crecieron las vías, como venas surcando la tierra que molía, como hilos que entretejían los nudos de una red que todo atrapaba. Llovía como caballos precipitándose a un galope furioso, oxidados, herrumbrosos y ruidosos. Llovía a veces, y todo encharcaba de sol y sombras, de noche. De rayos de luna. Acababan por secar, al fin. Y seguían en pie, aguantando el bélico embite del traqueteo de los vagones de carga. De los borrones y cuenta nueva. De la tinta seca, de los ojos sin lágrimas, de la sangre coartada.
Pasaron los años y dejó de contar con los dedos. Buscó otros vicios y otras virtudes, otras campañas y otros escudos. Otras banderas. Pero el acero y el hierro del andén seguían siendo fiel a su única lealtad. Su palabra.
Por fin, entre el sol de invierno y el verano que no acaba, asomó el morro de la locomotora por la curva del túnel. Prendió la antorcha, la luz, el lucero del alba. Por fin veía el tren que sólo pasaba una vez en la vida.
Salto alto. Muy alto. Puso sus expectativas lo más lejos que alcanzó, voló, se sumergió en las nubes, y admiró la tierra desde las estrellas. A toda velocidad recorrió el sueño por el que atravesaban la pradera. Sucedían muchas palabras, muchos veros, muchas comas. Muchos puntos y aparte.
Tras recoger del suelo y de las ramas las flores que habían mudado con el cambio de estación, en las que se bajó y en las que no, figuró una silueta, un esqueleto. Una sombra de una meta. De un tope, de un techo.
Tomó de la mano otra alma solitaria, otro cenicero de dolor, otra sonrisa de agua. Comandaron la máquina. Formalizaron sus deseos, casaron sus letras, entrechocaron su ilusión.
Iban a descarrilar, pero se sujetaron fuertemente al ardiente volcán que por dentro les estallaba. Y estalló. De fuego salpicaron todo, de fuego y cenizas.
El hielo apagó hasta la menor chispa que flotaba en el aire, pero nada pudo hacer con las cenizas, que se posaron en el suelo, y lo cubrieron de un manto gris y negro.
El tren empezaba a frenar, perdía velocidad sin derramar ni una sola lágrima. Imprimió fuerza con una llave vieja y llena de hiel, llena de miel y muescas desgastadas. Únicamente quedó una cerradura en las farolas, un boquete en las ventanas, un amanecer que nunca llegaba. Una puerta que no encajaba, un puño que nunca hablaba, una noche corta, un ayer que no será mañana, o las pinzas que atenazan entre engranajes un tiempo indefinido.
La llave se hizo ceniza. Tronaron los días y las noches, durante años, en todo el universo. Entre ceja y ceja un único ruido que no dejaba hablar.
Y calló. Y cayó.
El edén. La meta. El fin del trayecto, la flecha del nuevo a emprender. El éter. El elixir. La pócima del valor. El destino. El principio de todo. El big ban. El sexo desbocado. El grito desgarrado. Todo. O nada.

La llave se hizo ceniza. Se hizo la llave entre las cenizas.













enc.

sábado, 16 de enero de 2010

-Espera.
Pausa.
-Tengo que hablar contigo.
Pausa.
-Verás... necesito decirte algunas cosas.
Pausa.
-Bueno. Ya sabes que hace poco me compré un par de alas. Sí, las venden. Aunque no creas, me costó bastante encontrarlas. No eran muy caras; sólamente me pidieron a cambio un trozo del corazón. Ni siquiera me dijeron qué parte, ni cómo debía de ser ésta de grande. Tuve que volver a casa a por él. Ya sabes que nunca lo saco de casa, por si lo pierdo o lo dejo olvidado en cualquier parque. ¿Sabes? Me costó mucho rato decidir qué trozo cogía. Es que está demasiado mutilado, pensé, y el trozo va a quedar feo y sin forma. Igual no me lo aceptaban en la tienda. Fui a la cocina, y busqué el cuchillo de la mantequilla. Cuál fue mi sorpresa, cuando al volver intenté seccionar un trocito, pero estaba demasiado duro y ennegrecido como para que con una pequeña espátula sin filo pudiese cortarlo. Tuve que volver por el cuchillo del pan. Ya casi era de noche, y pensé que habían cerrado ya la tienda. Corrí el último tramo y llegué jadeante. Aún estaban mis relucientes alas colgadas en el mostrador. Entré, y dejé cuidadosamente el paquete de papel que relucía rojo, en carne viva. Me dijeron con voz triste que eso era demasiado poco. Abatida, desenterré del cajón el resto de órgano, y desee con fuerza que fuese suficiente. Está podrido, me dijeron. Cómo, pregunté yo, si late perfectamente. Me dijeron que así no les servía. Que era feo, ceniciento, estaba encogido, y era pequeño. Me dijeron que nadie lo compraría así. Triste, regresé a casa.
Pausa
-No tengo alas. Te mentí. Cuando te llamé, te mentí. Quería que te sintieses orgulloso de mí. Que pensases en mí como alguien importante, capaz, inteligente y que pudiese de volar. No puedo volar. No sé volar. Tú vuelas, y yo me muero de ganas de subir contigo, de sentir el viento contigo, de suspenderme en las nubes como tú. Quería escuchar tu alegría, tu satisfacción; quería sentir tu risa sincera ante mi mentira cobarde. Quería que fuese de verdad, por encima de todo, y quería que haciéndote creer que era así sentir que no te estaba mintiendo. Quería despegar los pies de la tierra, y poder alcanzarte. Pero siempre estarás por encima de mí. Siempre. Ahora debería decirte que lo siento. Que no debería haberte engañado, ni abusado de tu confianza. Pero no es así. No lo siento, no lo siento porque sé que lo volvería a hacer, por ver por un instante tus escasos te quieros convertidos en realidad. Por beber del orgullo que desprende tu voz. Siento esto. Siento no tener alas, eso sí que lo siento. Al igual que siento no poder llegar a alcanzarte, ni subir a los cielos de tu mano. Siempre iré detrás.
Pausa
-Quiero darte un regalo. Sé que no merezco el derecho a hacerlo después de traicionarte, pero voy a abusar aún más de ti, y voy a esperar a que lo aceptes. Sé que aquí no vale nada, y a los sitios que vas cuando vuelas tampoco. Pero también sé que te pueden dar algo por ello en otro lugar. Allá arriba hay un cementerio, más lejos que el cielo de día. Sé que la gente muere, y entonces sus corazones quedan allí. Y que allí les dan un par de alas, para que puedan seguir su camino hacia el cielo de noche. Llévate mi corazón, y quédate mis alas. Cuando el viento se lleve el tuyo, y te deje caer a un vacío y te arranque las tuyas, usa mi corazón. Podrás seguir volando. Podrás seguir suspendido en las nubes, como haces ahora. Podrás perderte entre las estrellas. Podrás volar, y yo, mientras, podré seguir viéndote hacerlo. Ese es mi regalo. Yo no puedo volar, pero una parte de mí lo hace cada vez que tú surcas los cielos.













enc.

domingo, 10 de enero de 2010

Demasiadas veces he pensado en las palabras como arma afilada que desgarra la piel y permite hacer volar el corazón y todo lo que tras su celosía se cobija.
He sabido que pongo a disposición de los ladridos de una jauría de perros y a la voraz represalia de una idea contraria todo pensamiento en carne viva que me despelleja por dentro. A pesar de saber que he labrado con mis propios verbos mi propia cárcel, y que he hecho cada barrote de nombres y cifras, no he dejado de saber que mientras haya ventana que amanezca al día habrá una ilusión que podrá alzar el vuelo.
Sé que soy tan sumamente pobre que no puedo ofrecerte más que hilos de tinta entrelazados, y que ni siquiera son de oro o plata. Esto es todo lo que tengo y lo que puedo entregar a cambio de tener entre mis huesos, encajados, los tímidos pasos que me instas a pisar, con los ojos cerrados.

Y el aire que me sobre alrededor, y el tiempo que se quede en nada
.

Me gustaría, hoy, poder sacar algo que sea capaz de hablar por mí, y te haga ver lo que mis ojos ven cuando están ciegos y se iluminan. Me gustaría que entendieses lo que se agazapa detrás de cada palabra.



Felicidades.














enc.

miércoles, 6 de enero de 2010

La vida de bohemio. Fumar frente a un ventanal que abre París; con los pies alzados a la mesa, descalzos y con pelusas entre los dedos. Sorber de una taza de porcelana el café frío, y echar el humo a la mesa donde escribir.
Tumbarse en una cama y tiritar de frío hasta entrar en calor mientras se disfraza de motas blancas la cúpula de la basílica. Pasear por el Retiro. O amanecer con el sonido de una sirena que perdió el mar.
Tener una casa. Vacía que llenar de fotos y cuadros. De tus fotos y tus cuadros. Fotos en blanco y negro con impresión de años atrás y gentes jóvenes. Rostros sin arrugas.
Paredes desentonadas, muebles que no combinan. Camas deshechas. Papeles por las mesas y goterones de tinta. Cuentos a medio crecer, sin manos pero con corazón.
Música en estéreo de una guitarra, pero sin saber tocarla. A voz en grito de barítono, y que bailen las flores.
Querer escribir un libro, pero con faltas de ortografía y sin letra bonita. No dedicatorias. Para nadie.
Para mí. Es mi libro, y no pensé en nadie al escribirlo. Fumé más que menos, y nadie me dedicó una calada.
Compro sonrisas. A subasta, claro. Ofrezco un abrazo a contrareembolso, ¿alguien ofrece más? También incluyo el armazón y la chatarra de mi cuerpo. He decidido que me quedo con mi alma.
Volaré con ella, hasta donde nos duren las alas. Si alguien me mira, le remitiré a un código postal. He decidido que no quiero decidir. Y que sea lo que mande mi palabra.
Que no me importa. De verdad, en serio. Créeme. Asiente. Bien.
¿Te lo crees? Creo que creer está de más, y observar de menos. Me he torcido en los renglones y no sé lo que digo. Me voy a exiliar a un país de bandidos donde me roben hasta la piel, pero me dejen la tinta del boli.
Eso es, transfusiones de sangre.
Esto parece la sombra de una pirámide cabizbaja, y los puntos suspensivos son infinitos. Creo que está bien por hoy.
Recuerda. No me importa. Más de lo que mi voluntad tergiversa en mi resonancia de sentidos para obviar una certeza. ¿No has entendido? Yo tampoco. Pero me da igual.
Voy a seguir viendo París desde mi ventana. Esto estaría bien que lo creyeses. Yo lo hago.
Pero voy a bajar a comprar tabaco.
Y a por otra taza de café.













enc.