miércoles, 2 de septiembre de 2009

II.




Y lentamente, entreabrió la boca. Parecía sorprendido. Con la misma rapidez, tiró la chupada colilla al suelo, y giró la cabeza, sumamente interesado, de pronto, por el vuelo de una paloma blanca. Nada le sorprendía.
Pasó por su lado. Algo cerca de más. La sintonía de las hojas al quebrarse llenaba de polvo marrón, y olor a invierno, el aire. Pasó por su lado, y apenas olisqueó su olor.
El hombre cogió el trozo de papel viejo que, suspendido en el aire, se posó sobre una piña caída. La mujer torció la boca en una sonrisa imperceptible.
No había nada en el trozo de papel. El hombre supuso una invitación a ninguna parte. Soltó una carcajada, y escupió algún insulto. Todas son unas putas.
No obstante, guardó cuidadosamente doblado el pedazo de pergamino en el bolsillo de su gabardina.
Se colocó sin cuidado ninguno el sombrero, y empezó a andar sin rumbo alguno.
Entró en un portal sucio, pestilente y pequeño. Se sentó en el segundo escalón, y besó con desgana un cigarro que encontró en el quinto peldaño. Sabía que aparecería. Tarde o temprano.
Se encontró, sin saber muy bien como, y sin importarte tampoco mucho, enredado en unos brazos de mujer. Jamás besó sus labios. Recorrió cada rincón de su cuerpo, cada doblez de su piel cálida. Cerró los ojos. Qué más daba quién era ella. Gritaron. Y todo calló de silencio. Todas eran unas putas.
Se entretuvo demasiado atando los botones de su camisa amarilla. No tenía prisa. Sabía lo que había abajo, en el buzón más cercano a la puerta.
Volvió a colocarse el sombrero, y alcanzó el trozo de pergamino que le esperaba a medio meter en la abertura del casillero.
Andaba cojeando, achacado de una vejez incorpórea. Tenía el alma arrugada, el espíritu requemado, como si de cada cigarro apagase la colilla en él. Era un cenicero, asqueado, lleno de polvo, de sinvalores, de porquería. Sabía que no valía nada. Nada. De sus ojos colgaban trizas de tristeza. Pero no de esa tristeza que se limpia cuando lloras. Llevaba tatuada en su piel, con fuego helado, el dolor que le hacía andar.
El hombre, el hombre cualquiera, de rostro cenizo y sonrisa podrida.
Llovía. Pero no importaba. Nada importaba. Dio una patada a una lata de cerveza. Se arrepintió, y vació las pocas gotas que le quedaban en su boca. Sabía a sal, a lluvia, y a sinsentido.
Volvió al banco. Lo encontró mojado, húmedo y con restos de comida que alguien había abandonado sin remordimiento. Cerró los ojos para no ver.
Se acordó del portal. De la mujer. De su cuerpo. De sus manos arañándole, de su boca comiéndole hasta el adiós. No recordó su olor. Sólo sus gemidos.
Y lentamente, sin moverse, blandió un gesto consumido, drogado a base de nulidad. Sonrió.












enc.

2 comentarios:

  1. Me encanta, como siempre :) Ayer leí la primera parte y temí en que tardarás en publicar el resto. ¿Por qué ese café me parece que está cada día más lejos cuando debería ser totalmente al contrario?

    Pd: Los textos titulados Caotismo son de mi compañero de blog, que ha vuelto a ejercer sus funciones

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