miércoles, 30 de diciembre de 2009

Cuando eramos reyes.
El eramos en pasado implica un reino de autómatas y movimientos maquinados con sonrisillas tontas en las bocas. La plebe a nuestros pies se inclinaba a nuestro paso y lanzaba alabanzas, como si las fuésemos a recoger en un sombrero para luego cantar y danzar en una plaza donde intercambiarlas por monedas.
Cuando eramos reyes no nos importaba derrochar todos los tiempos y las horas, porque las que venían después entrelazan sus venas con nuestros nervios y latían incesantes mientras lamíamos todas y cada una de las bocas que con palabras sellábamos.
A caballo entre lo que sonábamos y lo que queríamos que soñando dejase de ser sueño cabalgábamos a lomos de ventanales abiertos a la noche y tragando la luz que despreciaba el día, y bebíamos sin dejar de callar porque pensábamos que los delirios de alcohol no existen, y si existen, no son más allá que el engendro del amor de dos piedras que se juntaron para hacernos caer mientras corríamos por el camino.
Nosotros sabíamos que siempre podíamos tirar la toalla y dejarnos llevar cerrando los ojos, o sin cerrarlos y mirando el paisaje que se asomaba en nuestras pupilas. Pero nos gustaba pelearnos contra todo y contra todos, y nos gustaba sangrar y volver derrotados y ver la ternura en las manos del cirujano que nos reparaba el corazón. De confianza, por supuesto.
Eramos conscientes del desenfreno y la velocidad que tomábamos en las curvas, pero nos daba igual. Que si descarriábamos, la inmaterialidad y efímera presencia de un ángel de alas negras nos recogería con pala y escoba, y producto del caos y la alteración lógica de la ruptura del guardarraíles no volveríamos a aceptar las señales de stop como suficientes para nosotros, que eramos reyes.
Nosotros sabíamos que el camino no llevaba a ninguna parte. Lo sabíamos. Pero eramos reyes.
Jugábamos a las cartas cuando nos venía en gana, y quien gana ya sabe que tras él aguarda la vendeta de un perdedor que machaca entre dientes la estrategia inteligible pero sensible que alce como suya la corona de un rey de trono cojo. Un rey de parche en el ojo y espada desafilada, de manos sucias y corazón mugriento. De vertedero y chabola. De epilepsia cerebral y desvaríos constantes, de sangre en vena y luces titilantes. Un rey de renglones y escalones, de caída libre y cenizas. De vientos. De mareas de verano y noches de sexo. De mucho hablar y poco decir. De mucho oír y poco escuchar. De capullo sin flor, y de raíz sin semilla. De humo, y de promesas con fecha de caducidad. Con trono a corto plazo. Y con un reino que devolver.
Un rey. Pero rey, al fin y al cabo.
Cuando fuimos reyes.












enc.

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