domingo, 22 de noviembre de 2015

Yo he visto el amor romperse delante de mí. Enfrente de mí. Tal vez dentro de mí. Lo he visto explotar, saltar, hacerse pedazos. Mancharlo todo de dolor, que es un color feísimo. He visto la desintegración de los corazones, he visto los cuchillos por el aire, los puños contra la pared. He visto cómo se queman las promesas de papel, cómo arden las alas de las mariposas, cómo se vomitan los restos. Siempre hay restos. He visto los intentos de rebobinar, las caricias en andamios apuntilladas, los cruces en el camino y los esquivos. Las espaldas. Las manos cerradas. Las ganas de correr, y las roturas de talón de Aquiles. Lo ajeno. Lo de cómo se aprende a desquerer. Te desconozco, tan poco a poco. Permiso para desnudarme, para quitarme la ropa. Las fronteras, las murallas, las vallas, las aduanas, los océanos de la cama. Aquí nadie nada, solo se flota. Yo he visto las huidas y las derrotas y la sangre, todo junto o solo a ratos, o solo siempre. Los oídos no tienen párpados, y no se quiere oír lo que se oye; también se ve cuando se escucha bajo la puerta.
Mis ojos no me representan. Porque han visto demasiado. Y yo prefiero vivir ciega, y tal vez sorda. A qué suena la muerte, yo te respondo. La muerte del amor suena a una habitación llena de silencios, de muchos silencios, de silencios todo el día, con mucho ruido de fondo, ruido sin parar. Suena a cabezas bullendo, a cabezas viajando, a cabezas viviendo en otra habitación. La gente ama al amor, y la gente ama el silencio. La gente no sabe que cuando el amor se muere lo que queda es solo eso: silencio, un silencio blanco. Silencio en la voz, silencio en los ojos, silencio en el corazón. Un corazón blanco.
Yo, que he visto la muerte del amor, amo que me griten, que me hagan ruido, que me hagan sonar. Y amo que me manchen, que me coloreen, que me llenen los oídos de pintura roja, y los ojos de azul, de azul marino. Y que me dejen el corazón tan blanco.




























enc.