sábado, 19 de septiembre de 2009

-Para mí, has muerto.
Dijo estas escuetas palabras. Sacó del bolsillo de sus raidos pantalones un mechero a medio gas. Me miró, y no supe descifrar el mensaje de sus ojos. Un relámpago de pena. O de compasión. Quizás solo de indiferencia. En el fondo, de amor. Descolgó su dedo y accionó el mecanismo que pendrió la titilante y pequeña llama del encendedor. Recorrió haciendo circulos la punta del cigarro, como lo hacía cuando me acariciaba el vientre, casi con apego.
Yo creo que seguía en pie, descubriendo los fascinantes detalles del aro que le colgaba del lóbulo de la oreja derecha.
Me esputó el humo en la cara. Para hacerlo, tuvo que inclinar ligeramente la cabeza hacia abajo. Me sorprendió que tomase semejante molestia por semenaje desprecio.
Hizo una mueca, así como de asco. La misma que cincelaba últimamente cuando me cogía de la mano, o cuando encontraba la cerveza demasiado caliente. O cuando despertaba entre revuelos de sábanas, desnudo, y se daba cuenta de que esa noche había sucumbido al deseo carnal de mi cuerpo. Y sobre todo cuando lo hacía, y veía que se había fumado el último pitillo justo después.
Giré la cabeza, aún fascinada por su oscilante pendiente, y fijé lo que creía una mirada turbia en su boca. Parecía sonreir.
-Cógelo.
Parecía una autómata. Y sin más, obedecí, claro. Lo aparté lo más que pude de mi cuerpo, no obstante.
No me dió tiempo a más, pero sin venir a cuento, noté cómo su mano abierta; la que me había abrazado, la que había hecho de mi piel un mapa, y no había dejado un rincón sin explorar, la que me sostenía la barbilla casi sin rozar, la que perfilaba el contorno de mis labios, esa mano. Noté como acuchillaba mi cara, y desglosaba en dos mi labio inferior. Goteó sangre en mi mano izquierda, la que sostenía su tabaco. Una pequeña gota quedó marcada en la boquilla marrón.
-Puta.
No articuló sonido. O si lo hizo, no lo esuché. Mi corazón se había trasladao súbitamente a mi cabeza, y chocaba contra las paredes de mi cerebro, cada vez más rápido. Temí que saliese por las orejas.
-Para mí, estás muerta.
Creo haber oido esa frase no hace mucho tiempo, pero el tiempo no es tiempo para mí. En el momento en que sus dedos impactaron en mi rostro, rompieron también la cuerda que ataba el reloj a las horas. Si contaba las gotas de sangre que caían al suelo, podía hacerme una idea del tiempo. Perdí la cuenta a los dieciséis estallidos en el mármol.
Me tendió la mano. Me encogí, sin darme cuenta. Un acto reflejo, supuse. Mi corazón iba camino de la trompa de Eustaquio.
No me pegó. Plantó un beso en mis labios, con una dulcura extrínseca en él. Suavemente, con un amor imposible, demasiado irreal, volvió a colocar sus fríos labios en los míos, sanguinolentos.
Me agarró de la mano, con firmeza, y me empujó contra la cama. Mis rodillas se doblaron, y quedé expuesta a sus deseos. No lo hizo con violencia, ni con rabia. Con cuidado de no dañarme. Lo creo arrepentido. Lo veo en sus pupilas marrones. Tira la colilla roja, y empieza a acariarme, con ternura. Ronronea. Masculla algo, susurra, pero no le entiendo. Cierro los ojos, y me dejo llevar por sus grandes manos.






Cinco horas después, es llevado al tanatorio forense el cuerpo de una joven de ventipocos años. Tiene el rostro desfigurado, magullado, y amoratado. Ha sido víctima de violación y repetidos malos tratos por todo su cuerpo. En su cara, tras una costra de sangre seca que permiabilizaba sus labios, se adivinaba una sonrisa.


Murió victima del matrato de un hombre. Pero sobre todo, murió del amor que sentía por él, y murió por disfrazar el miedo en la falsa creencia del amor y el arrepentimiento, que siempre creyó saborear en los besos que le profesaba tras arañar su alma, y desgarrar su piel.














enc.

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