miércoles, 11 de agosto de 2010

Tórrido y plomizo, pesado, agoniza como un molesto cosquilleo en la pierna, un aguijón que huele a miel, a hiel que se derrite por las comisuras de los trastos que estorban en el camino, en la mano que tropieza con teclas y tintas, con el sin nada que decir. Con el folio en blanco y mucho que callar, más que correr por renglones pero a trabas que se interponen en el golpeteo mecánico, en la punta del lapicero sin afilar.
Sin el día que cae o sin la noche que sobrevuela los horizontes de cada cabo, desde cada playa que se ve la misma luna, más grande, más redonda o tupida de besos que lanzan los enamorados para que no se los lleve el mar. La marea que sube y que no se oye en la alta montaña, en los parajes verdes o en la soledad de las paredes blancas. Los anhelos que se respiran, los deseos que se comen unos a otros y los sueños que no se rompen, se caen al suelo y no se agachan, demasiado lejos para letanías tan cercanas; todo duele en cuanto se clava un poquito, nadie grita ya cuando le achicharran las costillas. El dolor es joven y pueril, no ha nacido y ya sucumben, se derriten, derrotan sus pesares antes de la batalla de espada y escudo, antes de lorigas y metralletas. Las metas y a la carrera, sin mapa y sin terreno, a ciegas y con los ojos vendados, abiertos tras la gasa transparente pero ellos no ven. Ellos no quieren ver.
Los viajes al inframundo se atrofian, todo lejos y nunca jamás, tópicos típicos que designan realidades inmateriales, inalterables y lejos de la palabra, de la definición tangible y palpable, lejos de los dedos y por ello infinita y dura, oscura, desconocida y aterrorizante. Desde arriba no se distinguen los corazones que laten, el calor que desprende la piel y las llamas que calcinan toda sed de descubrir, todo amago de lo nuevo, todo lo escondido que yace perdido, a expensas de una catarsis que revierta el espacio y el tiempo, que cambie las tornas y las cuencas, los cabales y los cables de las mentes. Mientras, los destinos vendrán con fecha de caducidad, a corto plazo, viaje de ida y vuelta, de tiempo contado, a contrarreloj.
Romper con todo está mal visto. Luego hay que remendar. No sirven las cruces del revés, las creencias en diferentes, las tonalidades que se salgan del círculo cromático. Cambiar el mundo siempre fue una ensoñación, una bonita noche abrazada a un amor eterno, y efímero, un desgarrón por el que sangrar los ideales de buen hacer, un boquete por el que calcular la buena conciencia; un desagüe por el que evacuar la palabra bonita, la primavera eterna, el sol subyacente, las sonrisas escondidas dentro de paquetes sorpresa. El mundo traga pero no cambia. Y nadie aquí vomita si no es por alcohol, que el grito desgarre otra garganta, que se queme en otra voz, que se tensen otros puños y que pataleen otros ideales. Que a mi me pillan demasiado lejos y no quiero ir por ellos, que mi comodidad reside en el amor de una madre y en un techado donde nacer.
Haciendo el pino, que las manos van a sostener ese trozo de tierra árida, boca abajo y con las rodillas dobladas que el peso de mi comicidad es proporcional al imparable girar del astro, que si para no es por mí, y a mí que no me espere. Desnudo y tiritando, con una soga al cuello y una correa en la mano, las calles miran para otro lado. Y si miran se ríen. Acrimonia. Ilusos y despellejados, vacíos de todo y llenos de nada, con gafas de sol que les come la luz. Y así no ven. Porque ellos, ellos nunca quieren ver. Y si ven les repugna, no entienden, el conocimiento se subleva, las raíces del comprender, la ineptitud por la crítica a lo desconocido. Así van, harapientos de desconchones, hasta arriba de costras, de raídas heridas a medio secar. Pero nadie las ve porque se cubren de celo, de miedo y de pavor.
Nuestra arma es esa daga de platino y sangre que despega de la piel el cuero seco, que desluce las cicatrices para que brillen a la luz, y que cose con hilos de noche a los harapos y rasgones cuando al mundo le da por engancharse con las paredes.














enc.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Él no creía en los cuentos de hadas. En los colorín colorado. En erase una vez.
Contaba con los dedos y nunca callaba, aunque no tenía principio ni tenía final. Ni empezaba ni acababa.
Todo lo verde que respiraba le sonaba a cuento chino, a pesadilla de siesta y a libro de hojas en blanco. Pero todo era verde y le robaba la respiración. Se le empapaban las voces que alzaba a volar como una cometa y se tragaba las lágrimas para que no se las quedase la lluvia.
Nunca supo porqué. Tampoco cuestionaba. Se dejaba llevar y mecía sus manos a compases acomodados, a pentagramas sin curvas, sin subidas y de llanos paisajes. El tiempo le susurraba al oído y los segundos le cantaban a dos voces, a veces rascaba el piano, otras peinaba un violín.
Él nunca supo porqué. El temblor del epicentro lo pilló en las nubes, a mil kilómetros de la realidad, pero no por ello supo porqué.
Salió desnudo al centro del escenario, caído y sin alas, sin ojos y sin luz. Se había quedado sin habla, sin palabra, sin porqué. Cientos de ojos se parapetan entre parpadeos, se cubren con sábanas de miedo, de escrutinio y de juicio sin juzgar. Pero le clavan a la pared.
Él siempre esperó que no se le acabasen los dedos de las manos, que siempre pudiese contar de nuevo, empezar de cero y uno más, llegar al infinito y volver a largas zancadas, corriendo hacia abajo, llevado por la fuerza que le tiraba del ombligo. Él no quería dejar de contar, no quería un final, un frontera, un fin de la línea, un punto, una muerte.
Lanzó la moneda al aire. Que decida el sol que enquista los sellos del metal, que se enrobine al rededor del valor y que su peso enmohecido decante anverso. O reverso.
Él se sentó a la orilla del papel a esperar que cayese.
De momento no cuenta. Ni uno, ni dos, ni tres. Diez. Cuando caiga, quizás once.
Quizás punto y final.














enc.