miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cuéntame algo que no sepa, algo nuevo, otro sueño, un final ciego, una historia a medias. La sonrisa de un payaso, las pintadas de una pared.
Barnízame los ojos para ver brillante en días con nubes, dime que ser valiente es fotografiar lo inexistente y colgarlo de las ventanas con cortinas que dan a patios de luces cerrados por oscuridad.
Llámame viento porque me dejo llevar y me arremolino en tus pies, soplo de otoño que renace irrealidades socavadas. Árbol que se mece al cambio de las rosas de los vientos, a los ramos de camelias que se regalan las parejas de unos.
Me hiciste cuento y entre hojas blancas surqué, príncipe destronado de una palabra difusa que se evapora al respirar. Respiras bonito y la escarcha se prende. Por qué no cantas, por qué.
Un piano y a ti, a ti toda entera, clama calma y me iré de tu lado para nunca, para nunca mendigar en calles de Madrid, llenas de frío y soledades de varias marcas. Otras de mucho años atrás, ya caducas y algo mohosas.
Brindaste con el cristal como si fuesen lágrimas al cuello, petrificadas en cadenas y condenas, en aranceles de frontera o en sobres de cartas nunca llegadas.
Para ti todo es suficiente. Para mi suficiente es bastante, y los muros enladrillados dejaron de marcar a regla y lapicero mi crecimiento anual. Me quedé enana de corazón, y el diminuto arco de mis brazos nunca llega a tu todo.
Todo tuyo.
Que me esperen en un psiquiátrico. Bombeo necesidad de nada.














enc.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Confiamos demasiado en nuestra burbúja, en nuestro vagón de tren camuflado, blindado al choque de vientos y vías, al avance diminuto, violento que arrasa traqueteos y vibraciones. Pensamos que dentro no se escucha el mar que se difumina por las ventanillas, los brochazos de azul que se pierden con los parpadeos, las semillas de trigo que germinan en las manos y al mirarlas nos brindan campos de girasoles.
Creemos en nunca como un imposible, un significado más allá del verbo y del verso, del tiempo que nos crece y se nos va, una realidad demasiado lejana, en otro planeta, en otra vida. Un nunca no existe, lo absoluto y la certeza aplastante, el blanco y el negro, un universo en medio. Lo relativo de la apreciación, el matiz de unos ojos o una boca, la tenue voz que se pierde y se pierde y se pierde.
Anclados a una realidad palpable, segura, estable y apacible no giramos, no giramos y nuestra luna no cambia, no crece y no se mengua, y nosotros siempre somos nosotros, un tú y un yo, un elemento más de las millones de partículas que respiramos, un estado inocuo, una pequeña gota de agua en una ola que no revienta contra la arena.
De pronto la luz nos ciega, la certeza cruel de que existe un infinito truncado, una progresión de números más allá de la décima parte del día que nos conocimos. Un inicio suave, un desliz, un error. Una equivocación. Y aquí estamos, bebiendo mares y colocados de palabras. Hasta el cuello de drogas de monte y caminos, de promesas.
Siempre pensamos, siempre pensé, que el horizonte era inalcanzable. Más allá. Yo avanzaba, a tu lado, pero nunca llegamos. Nunca. Y ese nunca fue vapor, una exhalación, una nostalgia, un enquiste. Un dolor de estómago y de ausencia.
Espero que sigas mirando la luna por la noche. Cuando esté roja, que llore sangre. Una luna roja, que el cielo arda en llamas.

Buen viaje, a donde quiera que llegues.













enc.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Siempre he pensado en el papel como mi piel. Blanca, insípida, vacía. Hueca. Llena de aire, rebosante de suspiros, colmada de anhelos, perforada por un sol que transluce. El enorme mural que colgar de una ventana, un cartel publicitario, una bandera de corazón, el símbolo de una unidad y un uniforme. La pantalla golpeada por misiles de luz, por bombas de gas que revientan colores y salpican de formas, de líneas discontinuas y proyecciones de otros deseos que alguien abandona y se enredan, se enredan en la celosía que atrapa en su red los desperfectos, los defectos de fábrica, los sueños rotos.
Siempre he odiado las máscaras acorazadas, las trincheras bajo tierra, las balas y metrallas a quemarropa. Las armaduras y los antibalas, la desnudez cautiva de un miedo, de un dolor, de una muerte; el yo transformado, hundido, disfrazado, otro rostro, otra palabra, otro nombre. Otra identidad, un número de serie, un código de barras, un peso a rastras y las manos de una mujer que no recuerdan el rostro del hombre, que esos surcos de los árboles no lo reconocen, esos ojos ya no miran a través de su cristal azul, de su bóveda verde, su intransigencia y su perseverancia sumidas a una multitud que desviste las pieles, que colorea las muecas y los guiños.
Siempre he pensado en la piel como la lija que lima los estragos y los aranceles, las fronteras y los caminos que corren por delante de los pies, esperándolos en los recodos sombreados a que asomen a su vista horizontal, para asfaltar de nuevo hasta la línea del sol. Las sombras ligadas, enamoradas, falsamente esposadas a un cuerpo y una materia, una proyección de ilusiones, un reflejo de espejos que devoran los contornos de los cuerpos.
Las sombras que no abandonan los dedos ni aún cuando éstos acuchillan con frío la piel muerta, las escamas de soledad, y hacen brotar a borbotones pegotes negros de sangre, arroyos que discurren por los pliegues del codo, por las corvas y por el lóbulo de la oreja. Que se disuelven y disgregan, que se bifurcan y unen, en un equilibrio estable, una apoteosis controlada, la catarsis del líquido elemento pigmentado de sal y carmín. Los entresijos de un velero que se deja arrastrar, sucumbir a la tromba de viento y empuje, un capilar a la deriva.
Y el silencio.
El silencio que lo impregna todo, que acecha debajo de todo, de cada palabra que precede y a la cual pone final. Ese silencio amarrado a la cascada, viajero de mochila y espalda, atrapado entre el the y el end.
Ese silencio que presenta las palabras, las letras que marcan la piel roja, supurante y brillante. Ese rastro que deja tras de sí el cuchillo, el eslabón de la cadena que no acaba de encajar, la llave del candado que atasca la cerradura.
Todo el eco de la voz que resbala por los poros.
Todo lo que somos. Piel y sangre. Papel y boli.













enc.

martes, 7 de septiembre de 2010

Un instante. Un solo instante y te quedas sin vida. Sin vida, sin ojos y sin sonrisa. Un momento mientras parpadeas, mientras buscas en los renglones de los libros algo que te vuelque el corazón, mientras caminas sin rumbo entre calles. Procuras enquistar bajo tus costillas los latidos que se te escapan de la boca, que te golpean los oídos y que provocan el temblor del suelo. Pero es sólo un instante.
El tiempo infinito que se concentra en una mota de polvo, el haz de luz que tus ojos reflejan contra el espejo del baño, la letra infinita que nunca acaba de caerse de tus dedos cuando la pintas en los cristales llenos de vaho. Los adioses que sobrevuelan los andenes, los silbidos del tren en marcha, la vibración de las vías y el paso de un avión.
Nunca más y para siempre. Prométeme que no habrá más instantes, que los puedes coser, atar a la cola del viento y anudarnos las muñecas con sus esposas de ráfagas heladas. La ínfima linea que separa chocarnos o no, mirarnos de reojo, coincidir en un bar. Encontrarte. Ese instante y millones más, basura y queroseno, una cerilla y una hoguera, y que arda el fuego, que queme y que caliente, que se haga humo el resto, el tiempo de sobra, las tardes de tedio, las miradas que ni dicen nada, las palabras vacuas.
Un sólo instante. Uno sólo. El que separa dos países, una frontera, un corte en la piel, hundido, que perfora una vena, una arteria, y adiós. El instante de una tarde de domingo, rezumante de calor por las paredes, desbordante de monotonía y voces de radio. Y los dados que tiran a cinco. Y ese instante.
Y a surcar los mares que no importa mi brújula o tu mapa. Astrolabio y labios.
Y que nos falta tiempo para llenar de instantes.














enc.