viernes, 27 de noviembre de 2009

Es noviembre. En las calles, y en las hojas de los libros.
En ellas también muda el tiempo, y se deshojan como cascaruja marrón sucio. Y encima en el suelo todo el mundo las pisa, y crujen y provocan que los frenazos de los coches se entremezclen con la clave de sol ámbar y amarilla.
Un día llovió. Pero en ese momento no me asomé a la ventana, y llegué tarde a consolar el llanto de otoño. Salí después a pasear, y aún pude ver cómo las lágrimas habían mojado los adoquines y el asfalto, y cómo sorbía e hipaba por las alcantarillas.
Hubiese querido recoger con un pañuelo todas las gotas que colgaban de las ramas de los árboles, como pendientes en las orejas de una bella dama de ojos tristes. Salí sin paraguas y sin calcetines, y al final yo también acabe llorando hasta los pies.
Cuando me quise dar cuenta, ya no quedaban surcos en mis manos que evidenciasen los millones de lagrimones que habían desfilado una detrás de otra, sin pararse y con paso firme, por todos mis dedos. Sin embargo, los semáforos continuaban empañados y húmedos, y me pregunté por qué sus lágrimas tardaban más en secar.
Me sorprendió la gente. Todos corrían cuando empezó a sentirse triste y se apagó la luz de sus ojos, velados por una súbita tristeza, y en cuanto apareció en la comisura de su párpado la esfera de agua pionera, que abría paso, todos huyeron desmadejados, a refugiarse en rayos de luz y soportales cálidos.
Después, cuando acababa el llanto, todos volvían a caminar, pero aun a sabiendas del agua que quedaba en las mejillas, nadie preguntaba qué pasaba, ni por qué estaba tan triste que lloraba.
Todos se apresuraban a a avanzar por si volvía a encapotarse, y cuando lo hacían, no se cuidaban de pisar la hojarasca crujiente y marrón que había en el suelo.
Pero es que era noviembre, y todo el mundo ya sabe que en noviembre se llora. Y en noviembre se deshojan los árboles y los libros.













enc.

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