viernes, 2 de octubre de 2009

Dices que no entiendes cómo puedo llorar, si no me das más que sonrisas. Dices tanto... y yo callo todo. Dices miradas, que, transparentes, me desnudan. Dices que no entiendes nada, pero se hace todo ante la inmensidad del vacío.
Me encuentro y hace frío, y a oscuras deslumbra una vela que tirita por la ventisca que se arremolina.
Bebo café caliente, pero no me sabe a café. En los posos me creo pitonisa, y me imagino una verdad que no lo es. Mientras escribo, intento con un boli seco dibujar un muro de papel, con la esperanza de que un rayo de color lo derribe.
Te he mirado a los ojos, y he esperado hallar un ligero cosquilleo que nunca llegó.
He esperado en la estación, bajo el angustioso galopar de las agujas del reloj, para ver asomar el faro de un tren sin parada. Desinflada, he cruzado la secante de todos los raíles, y he caminado a ciegas por las vías. En pos de una máquina de vapor que siempre abandonaba la curva cuando levantaba los ojos y apretaba los puños.
Con las yemas de mis dedos, despellejadas y brotántes de sangre, he intentado subir cada peldaño de la escalera. Pero siempre había uno nuevo que se interponía en el asalto. Llegó un punto que me abandonó el oxígeno, y decidí darme por vencida.
He parado en cada cala donde el mar linda con la tierra, y he guardado granos de arena de todos los tamaños. Cuando tuve el cuerpo barnizado de ellos, decidí hacer un castillo.
Construí un castillo de arena inmune a las aguas, pero por cimientos usé todos los vientos.
Decidí entonces, no perder la esperanza, y para ello compré con sudor ocho botes de pintura verde.
Pinté con ellos mi cuerpo, pero el sol siempre me acartonaba, y acababa la noche por descarnar en sus zarzas mi piel escarlata. Tizné también los espejos y cristales, para no ver más que glauco allá donde buscase mi reflejo. Pero acabó la rabia con el vidrio, de tanto golpear a un reflejo de pena.
Y, a pesar de todo, decías que no entendías. Me dí cuenta que te cegaba una gasa la vista, de color negro, y que así todo lo veías.
Con dedos temblorosos, me dispuse a deshacer un nudo de catorce cotes. Me miraste entonces las lágrimas de perfil, y me preguntaste, desconcertado:
-¿Por qué llevas una venda en los ojos?














enc.

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