domingo, 27 de septiembre de 2009

En las ventanas abiertas se tienden,
a todo trapo,
las sonrisas sucias de usar a diario,
llenas de goterones de grasa
que lubrican los gozones
de las puertas de los caminos.
En las brújulas del norte,
se instala un sur cretino,
que miente,
que miente,
y no truena el edén
cuando un tren silba en el andén,
y se anuncia por megafonía
y sólo suena una sintonía,
que recuerda a las paredes de prisiones,
donde yacen cuerpos de revoluciones,
cenicientos de orgullo,
y llamas de prejuicios entre murmullos.
Perecieron en una guerra sin fin,
en una idea afín.
Cuando en los ojos cristalinos,
de la pureza del destino,
transpapela el odio,
y narra la fobia el episodio,
el episodio,
de la cruenta muerte de la sonrisa truncada
por un pincel sin madera empapelada,
sobre la que cincelar con navajas
mil historias de vidas desmanteladas.
El holocausto de un alma de tabaco,
ahogada en efluvios de amoniaco,
abrazada a un quebranto
que tirita cada noche de espanto,
cuando asoma la luna y es de día,
cuando no acaba la apatía,
cualquier sentimiento que late,
al ritmo exuberante del combate.
Y se aproximan las espadas en punta y sangre,
y del hierro forjado gotea la palangre,
resultado de jugarse a trampas un cuerpo de alambre,
y por obtener el laurel que corona la testa
y una medalla al pecho que conjunta, con ésta, enhiesta.
Por acribillar el hambre al agua,
y hundir la sed en la fragua,
con la que fundir el perdón
que ondea en un ancho pendón.
Perdón inamovible en un muro de cartón,
forrado de venas que desembocan en todo corazón,
como se dispara de la lengua un sucio bribón
que suena a música de silencio y resignación.
Y acepto.
Acepto la mano que me tiende tu palabra endeble,
y me creo lo que chispea por tu fanal,
que veo a través de las nubes en faro austral.
Navego en una deriva que sabe a equilibrista,
y con miedo camino en la cuerda derrotista,
con tan solo una vara de promesas que me sustenta
a un verano nevado que no contenta,
al otoño reseco, de los días de llantos
y lluvias torrenciales que golpean de canto,
y solo calan en el lado del llanto.
Se aproxima el final donde caigo al suelo,
sin consuelo,
sacudo a ramalazos los alfileres de caramelo,
que al chupar endulzan el cielo,
pero que tras lamer dejan en la lengua restos de miedos.
Me abro la camisa y saltan los botones,
y cuando rescato del nudo de jirones
lo que queda del órgano y sus adulaciones,
niebla una pregunta mi cabeza,
que no oso responder con certeza,
pues desconozco toda naturaleza,
por la que hoy,
por la que hoy,
destino mi tiempo y empeño
a la conquista de un imperio
edificado en una pirámide de esquelas
que con un soplo de las tinieblas,
acabará derruido y siniestrado
y mi vocablo de arma abandonado.
Abandonado, como una palabra.
Como un sólo montón de palabras.













enc.

martes, 22 de septiembre de 2009

Me corté las alas al brincar desde un abismo oscuro, negro. Era un entierro. Todos juntos de rodillas rezábamos entre dientes una oración sin digerir. Todos queríamos levantar nuestras magulladas rodillas de la gavilla que nos arañaba la piel.
Ginebra. De la barata, de la mala. La amarga. Entraba a raudales desbocados por mi cuerpo, en torrentes furiosos que molían las piedras, que mataban la vida, que ardían entre gritos de niños que nacían.
Deliro. Esto es un puto delirio. Ni idea.
Iba por una calle adoquinada, llena de escupitajos en las baldosas, y colillas desplumadas entre ellos. Daba patadas a todo, sin importarme nada que no fuese el siguiente paso de mi mareado equilibrio.
Me habían dicho que las drogas eran malas. Asquerosas. Que no las probase nunca, vaya. Siempre asentía, claro, no pensaba hacerlo. Odiaba el olor a vomitina, y olor nauseabundo que desprendía la gente que no rociaba su cuerpo con agua para rascar la porquería que se agolpaba entre los pliegues de su pellejo.
Era feliz, sí. No tenía nada, pero era feliz. Es mejor así.
Detesto, detesto hasta lo enfermizo la falsa palabra, la hipocresía, la injusticia. El sinsentido. El sinporqué.
No entiendo las sonrisas pintadas en la boca. ¡Nadie sonríe, joder! Nadie. Todos se creen lo que no son, buscan el elixir que les perpetúe una estancia ideal, una vida apacible, un remanso de paz. A la mierda los problemas. Eso dicen. Eso dicen siempre, se creen adultos, mayores, sabios y poderosos. Creen que son inmunes, que tienen una coraza de almidón que les protege de todo, que con ellos no va el tema, que cerrando los ojos no se ve el cielo.
Dicen te quiero. ¡Dicen te quiero! Bah. Ni idea. No tienen ni puta idea. La humanidad carcomida de dinero, de bienes y de asentamientos estables. Las papelina las usan para desprestigiar la humildad del ser. Venden todo. Y creen que todo se compra. Necios imbéciles.
No ven tras las montañas donde retumban las balas desviadas, ni oyen los llantos de los niños que no pueden comer. Pero joder, ellos tienen que amar.
Si no aman no son personas, no se realizan, no encuentran su clímax como animal. Están vacíos, un mueble, una caja hueca donde se guarda la envidia a un mundo verde, y no negro como el pozo que se abre en sus ojos al posarse en algo que desconocen, que les da miedo.
Lo desconocido les da miedo. Y se asustan, huyen como conejillos, incautos y temerarios.
Temen lo desconocido, y aun así proclaman su amor por una mujer en un peñasco ante un desfiladero donde no los oye nadie. Se creen mejores. Se creen sinceros, auténticos.
No entenderán nunca, porque no quieren abrir los brazos a una realidad desconocida y oculta, porque les da un miedo atroz que paraliza los sentidos y embota las palabras. No les gustan los rincones oscuros.
No entenderán que el amor es un ideal desconocido. Jamás. Y lo buscarán, siempre, con un tesón y una rabia desaprovechada, que habría de ser expuesta a una expedición a la busca de la esencia humana, donde no exista la corrupción establecida por el odio racial, los pensamientos irracionales, la injusticia al mundo, el degradamiento del ser humano.
Y seguiría. Oh, si. Cuánta incoherencia. Tantas, tantas, tantas. No las abarco, no puedo. Tanta falta de coherencia, de dichas por decir, de mentiras por verdades. Agh.
Decía que iba por una calle.
En el capó de un coche se apoyaba un saco de huesos y carne chupada. Se estremeció al oír mis pasos descompasados, pero se giró.
-Eh, tío, ¿te hace una rayita?
Qué asco de yonkis, pensé. Se matan. No quieren vivir, y encima se matan sufriendo un mono del copón. Aparté mis pensamientos como si hubiesen sido meras estrellas fugaces en un cielo nublado.
A la mierda el puto mundo, y a la mierda la puta humanidad. Acepté.
Una ráfaga helada de fuego castrado me recorrió las venas mientras exhalaba.
Y pensé:
Yo, tengo el poder de poder.














enc.

sábado, 19 de septiembre de 2009

-Para mí, has muerto.
Dijo estas escuetas palabras. Sacó del bolsillo de sus raidos pantalones un mechero a medio gas. Me miró, y no supe descifrar el mensaje de sus ojos. Un relámpago de pena. O de compasión. Quizás solo de indiferencia. En el fondo, de amor. Descolgó su dedo y accionó el mecanismo que pendrió la titilante y pequeña llama del encendedor. Recorrió haciendo circulos la punta del cigarro, como lo hacía cuando me acariciaba el vientre, casi con apego.
Yo creo que seguía en pie, descubriendo los fascinantes detalles del aro que le colgaba del lóbulo de la oreja derecha.
Me esputó el humo en la cara. Para hacerlo, tuvo que inclinar ligeramente la cabeza hacia abajo. Me sorprendió que tomase semejante molestia por semenaje desprecio.
Hizo una mueca, así como de asco. La misma que cincelaba últimamente cuando me cogía de la mano, o cuando encontraba la cerveza demasiado caliente. O cuando despertaba entre revuelos de sábanas, desnudo, y se daba cuenta de que esa noche había sucumbido al deseo carnal de mi cuerpo. Y sobre todo cuando lo hacía, y veía que se había fumado el último pitillo justo después.
Giré la cabeza, aún fascinada por su oscilante pendiente, y fijé lo que creía una mirada turbia en su boca. Parecía sonreir.
-Cógelo.
Parecía una autómata. Y sin más, obedecí, claro. Lo aparté lo más que pude de mi cuerpo, no obstante.
No me dió tiempo a más, pero sin venir a cuento, noté cómo su mano abierta; la que me había abrazado, la que había hecho de mi piel un mapa, y no había dejado un rincón sin explorar, la que me sostenía la barbilla casi sin rozar, la que perfilaba el contorno de mis labios, esa mano. Noté como acuchillaba mi cara, y desglosaba en dos mi labio inferior. Goteó sangre en mi mano izquierda, la que sostenía su tabaco. Una pequeña gota quedó marcada en la boquilla marrón.
-Puta.
No articuló sonido. O si lo hizo, no lo esuché. Mi corazón se había trasladao súbitamente a mi cabeza, y chocaba contra las paredes de mi cerebro, cada vez más rápido. Temí que saliese por las orejas.
-Para mí, estás muerta.
Creo haber oido esa frase no hace mucho tiempo, pero el tiempo no es tiempo para mí. En el momento en que sus dedos impactaron en mi rostro, rompieron también la cuerda que ataba el reloj a las horas. Si contaba las gotas de sangre que caían al suelo, podía hacerme una idea del tiempo. Perdí la cuenta a los dieciséis estallidos en el mármol.
Me tendió la mano. Me encogí, sin darme cuenta. Un acto reflejo, supuse. Mi corazón iba camino de la trompa de Eustaquio.
No me pegó. Plantó un beso en mis labios, con una dulcura extrínseca en él. Suavemente, con un amor imposible, demasiado irreal, volvió a colocar sus fríos labios en los míos, sanguinolentos.
Me agarró de la mano, con firmeza, y me empujó contra la cama. Mis rodillas se doblaron, y quedé expuesta a sus deseos. No lo hizo con violencia, ni con rabia. Con cuidado de no dañarme. Lo creo arrepentido. Lo veo en sus pupilas marrones. Tira la colilla roja, y empieza a acariarme, con ternura. Ronronea. Masculla algo, susurra, pero no le entiendo. Cierro los ojos, y me dejo llevar por sus grandes manos.






Cinco horas después, es llevado al tanatorio forense el cuerpo de una joven de ventipocos años. Tiene el rostro desfigurado, magullado, y amoratado. Ha sido víctima de violación y repetidos malos tratos por todo su cuerpo. En su cara, tras una costra de sangre seca que permiabilizaba sus labios, se adivinaba una sonrisa.


Murió victima del matrato de un hombre. Pero sobre todo, murió del amor que sentía por él, y murió por disfrazar el miedo en la falsa creencia del amor y el arrepentimiento, que siempre creyó saborear en los besos que le profesaba tras arañar su alma, y desgarrar su piel.














enc.

martes, 15 de septiembre de 2009

Esta es la canción que se oía sobre la vía de tren, entre railes de óxido y carbón desgranado.
Esta es la canción de una guitarra de tres cuerdas, una voz descolorida, una reivindicación al viento, y clamor a lo perdido.
Podía oirse una de cada cuatro noches. Cuando vagabas entre estaciones, o cuando colgabas tus pies del cielo. Podía oirse cuando todo falla, o cuando todo va demasiado bien. Podía el eco revotar en los pedazos de los corazones semienterrados en recuerdos. Cuando caían las lágrimas de los enamorados al mar. Cuando todos lloran, o cuando todos quieren sonreir.
Podia oirse cuando estabas de pie. Buceando dentro de un mar de adioses. Podía sintonizarse en todas las radios que funcionasen con pilas a punto de acabar. Podía entremezclarse en los labios de una despedida sin retorno, de un final anunciado, de una cuerda de deshilachadas hebras, tan tensadas que revientan como un tambor.
Podía oírse cuando miras el mar. Y no dices nada.
Podía retumbar en tu pecho cuando la bala ya ha calcinado el pulmón. Quizá vibre en la herida.
Podía una guitarra decir lo que no puedes expresar. Y una canción desconocida, y una voz moribunda, y una mano desafinada, y un rasgar furioso, y una nube cabrona que siempre tapa la luna.
Por qué siempre al final algo falla. Dura un instante, entre acorde y traste. Y la garganta asesina improvervios. Consecuencias, a causas fatales, a entierros de imaginación.
Llamó a mi puerta. Dijo de nombre "soy la canción que escuchas cuando sabes que vas a morir".
Y no lo sabía. Pero me lo cantó.
Le deje entrar.
Entre las cerraduras y los pomos, entre los gozones. Una marcha fúnebre.
Nunca dejé de oirla. Nunca.
Una guitarra suena... suena...












...suena...














enc.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Lo que nunca quisiste decir. Eso es.
¿Tienes frío? Escupe. Escúpelo. Te estás matando. Tú solo. Poco a poco, lo vas notando crecer, cómo se alimenta de tu sangre, de tu oxígeno. Acabará contigo. Y lo sabes.
Nunca te gustó gritar. Es una lástima. No sabes lo que te pierdes. No hay nada como gritar desde la cima de una montaña. Montaña. Suena grande, poderoso, imponente. Ya sé que no te oye nadie. Pero te oyes a ti mismo. Te oyes, y eres consciente de lo que eres, de tu cuerpo, de tus cuerdas vocales desgarradas, de tu voz forzada. De tus límites. Tu garganta es tu prolongación.
Siempre pensaste que era mejor hablar en voz baja. Para que te oiga quien esté cerca, para compartir tus palabras con el silencio. Susurrar al mar. Siempre te gustó más. Las olas se llevaban el sonido de tu palabra, y te daba menos miedo. Cuando la marea estrellase el sonido que se perdía entre tus dientes, te sentías mejor, sin peso. Libre. Decías que nadie usaría tus letras en tu contra.
Creo que nunca lo entendiste. Y mírate. Te estás muriendo. Chafado por el peso de lo que has callado. De lo que nunca te atreviste a formular. Da miedo. Lo sé. Hablar, escribir, sentir, decir. Da mucho miedo. Pero es una puta droga. Es una puta coraza, que no deja salir nada, que protege todo lo que queremos dentro, pero que no deja salir nada. Nada.
Estás aterrorizado. Nunca has pensado en desnudarte. La vergüenza. Agh. Te das asco.
Leo tus pensamientos. Parecen tus ojos una puta pantalla donde se refleja todo lo que te atraviesa. Eres un cobarde. Un asqueroso cobarde.
Pero tranquilo. No seré tu ejecutor. Tú solo te estás matando, y no puedes pararlo. Me das pena. Oh, si. Mucha pena.
Sabes. Yo también agonicé. Hasta el delirio, hasta no saber donde estaba. Hasta perder toda noción, toda idea, todo. Todo. Solo sentía mi cabeza, conglomerada de avispas que intentaban salir a toda costa. Me vi muerto. Te lo juro. Muerto.
No sé como salí de esa cárcel. Lo pasé tremendamente mal. Fatal. Quería abrir la boca. Desquebrajar todos los músculos que me impedían emitir sonidos. Nada. Reinaba el silencio. Un silencio que olía a féretro.
Pero no sé como lo hice. Te lo juro. Te juro que si supiese cómo, te lo diría. Te lo habría dicho ya, y me habría ahorrado toda esta mierda. No me acuerdo de nada más que del dolor, y de las ganas de vomitar hasta los huesos.
No sé cómo fui capaz de sacar la valentía, la fuerza para ponerme en pie. No lo sé, de verdad. Recuerdo que me costo la poca vida que me quedaba.
Pero de pronto, de pronto, me encontré sentado. Sentado. Creo que no había estado sentado en mucho tiempo. Siempre perdido en una semiinconsciencia. Perdido en una neblina vaporosa.
Pero lo estaba. Y entre las manos, tenía un lapicero a medio comer.
Y escribía. Escribía. Como nunca lo había hecho.
Y entonces. Volví a vivir.
Vivía.















enc.

martes, 8 de septiembre de 2009

-¿Jugamos al poker?. Te apuesto el cielo. Con estrellas, si quieres.
-No quiero el cielo. No quiero nada de tí. Odio el poker.
-Respuesta erronea. Tu boca miente, y tus ojos te traicionan. Vamos, juégatela.
-Voy a perder. Y soy mal perdedor.
-Te dejaré ganar. Recuerda: tú siempre ganas. Tienes las mejores fichas, las mejores cartas, la mejor estrategia. Lo tienes todo.
-No sé que hacer con ellas. Recuerda: soy un cobarde. Me valgo de calumnias y trampas. Lo sabes.
-Acepto tus reglas. Quiero jugar. Quiero ver qué eres capaz de hacer, qué eres capaz de admitir, qué eres capaz de arriesgar.
-¿Aceptas jugar sucio? No entiendo. ¿Para qué quieres jugar, pues? Te voy a hacer daño, vas a perderlo todo. Llorarás. Lo pasarás mal.
-No me importa. No me importa ahora. ¿Qué coño te importa que yo este mal? No contestes. Conozco la respuesta. ¿No ves que lo único que quiero es jugarmela contigo, una y otra vez?
-No me gustan tus reglas, nena. Me siento un hijo de puta.
-Lo eres. Pero eso no me sorprende. Eres mi puto rey. Mi as de corazones.
-Estás tirando a matar. ¿Qué quieres? ¿Qué cojones quieres?
-Jugar al poker. He perdido. Ya lo sé. Nunca te voy a ganar. En esta partida, sólo caben dos, y tus cartas hablan de tres. Sólo quiero ser tu compañera de juegos. No me vas a dar más que lágrimas, más que burbujas de cerveza. Mira. Mira y verás. Juégatela.
-No tengo nada que apostar.
-Apuestate una verdad. Apuesta un te quiero. Si gano, me lo das. Si pierdo, solo tengo un adiós para entregarte. Juega. Sabes que vas a ganar, ¿qué temes?
-Temo ganar. Pero sobre todo, temo perder y solo tener un te quiero para regalarte. Solo uno.
-Vas a ganar. No te preocupes. Guárdate tu te quiero.
-Entonces temo que también tú tengas un solo adiós. Solo uno.














enc.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Trato de arrancarme una palabra para hilar con saliva una historia sin principio y sin final.
Una historia. Sin más.
No comprendo el mundo. Es arduo, mezquino y efímero. Y no lo entiendo.
Intenta doblarme los huesos, doblegar mi voluntad, tergiversar mis palabras, borrar mis pasos. Siempre hay un alambre que me ancla bajo estrellas en la tierra yerma. Siempre.
A pesar del fuego convulso que calcina todo residuo, que busca los resquicios que permite el viento inclemente en las murallas de adobe, barro y forraje. Murallas de altos techos cubiertos de celofán y granos de café, que cuando llueve tormenta de calumnias y vacuas palabras hace del sostén tortuoso soporte a los clavos que arañan los tendones bajo la piel.
Se sueltan, como latigazos de acero y mimbre, los cables tensados de la pereza mental, del pesado agobio, y del tembleque de piernas.
No termino de entender.
Pongo en bandeja de magnetita y polos de imanes inversos, conversos, un reverso de la camisa del pozo y el seno de todo lo impalpable. Todo lo que es nulidad.
El cero a la izquierda, bajo acelerones entre choques de titanes. Que luchan a muerte y desgarro de dientes en piel de calcita.
Se abrochan mis sueños a la cola del viento, en busca de nuevos tejidos con los que revestir los desvalidos parches a cuadros deshilvanados y sostenidos por un vomitado hilo de ilusión agrietada.
A cuadros.
La totalidad de una certeza incesante e impaciente. Asesina todo lo que a su paso encuentra, destruye las construcciones de buenas palabras y sonrisas sinceras.
Me siento. No puedo hacer más que alzar la mano, y con un gesto indiferente, calar tabaco en mis pulmones. Y dar un sórdido trago a una lata de algo.
Y no.
No lo entiendo.













enc.

jueves, 3 de septiembre de 2009

III.




Se perdía entre vestigios de aliento. Entre jirones de niebla. Entre recortes de noche. A lo lejos, en la avenida, cruzaba una moto. El ruido que expiraba chocaba entre edificios, diluyendo pedazos de eco contra las ventanas cerradas de frío. Cruzaba la calle a paso lento. Nunca había prisa.
En un paso de cebra, de pintura blanca desgastada, de asfalto agrietado, se sienta. Cruza las piernas. Sabe que hoy no pasará ningún autobús. Y qué importaba si lo hacía.
Cruza las piernas. En la esquina, al doblar la calle, suena un acordeón. Es noche cerrada, y las cuchilladas de platino descosen el cielo. La luna también toca el arpa. Pugna por tocar a tierra abierta, ante un anfiteatro de silencios, gemidos en los trasteros, y brindis en los bares.
El hombre se abre el pecho. Del vacío halla una llave. La llave de un camino, que parte a la derecha, que tuerce más adelante. Qué no divisa la conclusión. También halla la afonía de una garganta muda, y el maullido de un gato sordo. Un rechinar de dientes. Un puño cerrado. Los pegotes de pegamento que anclan sus pies a una ciudad que nunca fue suya, a una casa que nunca fue hogar. A unos besos que nunca encontró sabor.
A hiel. Le sabe la vida. Le gusta más el tabaco. A veces, el ron pasado de fecha.
Apuesta fichas por doquier, mata boquetes con palabras agrias, nunca dijo la última palabra. Ni la primera.
Su herida cicatrizada estaba cubierta de trozos de papel. Se irguió. Poco a poco. Se ríe de una nube que pasa deprisa. No sabe que no llegara a ninguna parte. Siempre será extranjero, un peregrino. Ajeno a todo.
Acaricia el fino papel. Casi desgastado por unas manos viejas. Ya tiene tres.
Bajo la alcantarilla crecen flores que por fruto plantan declaraciones de amor en pedazos de libreta de cuartilla, de dos renglones. Para escribir recto en un destino torcido.
Los coloca delicadamente, casi con gusto, en el mojado asfalto. El viento llora, y lucha por llevar consigo el insípido paradigma del narrar.
Al principio no ve nada. Luego, tampoco. Pero imagina un corazón.
Un corazón blanco y con manchas de agua en un fondo negro. Un fondo negro, pinchado y reluciente. De piedrecitas de camino, y algo de goma de neumático.
El hombre cualquiera, desprovisto de corazón, no sabe que hacer con el nuevo músculo de papiro.
No comprende nada. Y no le importa. No quiere saber. Para qué. En el estado inocuo y parasintético de la ignorancia, bajo la vulgaridad del aplastante mundo, siendo menos que nada, qué mierda importa un por qué.
De repente, tiene prisa. Se levanta y deja que el travieso viento arranque las raíces dispuestas con dedos temblorosos.
Amanece. Y un coche frena. La rueda delantera derecha se detiene. Cuando arranca de nuevo, no sabe que transporta la cuarta parte de un resquebrajado corazón de papel en piel de neumático. Rumbo a ninguna parte.













enc.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

II.




Y lentamente, entreabrió la boca. Parecía sorprendido. Con la misma rapidez, tiró la chupada colilla al suelo, y giró la cabeza, sumamente interesado, de pronto, por el vuelo de una paloma blanca. Nada le sorprendía.
Pasó por su lado. Algo cerca de más. La sintonía de las hojas al quebrarse llenaba de polvo marrón, y olor a invierno, el aire. Pasó por su lado, y apenas olisqueó su olor.
El hombre cogió el trozo de papel viejo que, suspendido en el aire, se posó sobre una piña caída. La mujer torció la boca en una sonrisa imperceptible.
No había nada en el trozo de papel. El hombre supuso una invitación a ninguna parte. Soltó una carcajada, y escupió algún insulto. Todas son unas putas.
No obstante, guardó cuidadosamente doblado el pedazo de pergamino en el bolsillo de su gabardina.
Se colocó sin cuidado ninguno el sombrero, y empezó a andar sin rumbo alguno.
Entró en un portal sucio, pestilente y pequeño. Se sentó en el segundo escalón, y besó con desgana un cigarro que encontró en el quinto peldaño. Sabía que aparecería. Tarde o temprano.
Se encontró, sin saber muy bien como, y sin importarte tampoco mucho, enredado en unos brazos de mujer. Jamás besó sus labios. Recorrió cada rincón de su cuerpo, cada doblez de su piel cálida. Cerró los ojos. Qué más daba quién era ella. Gritaron. Y todo calló de silencio. Todas eran unas putas.
Se entretuvo demasiado atando los botones de su camisa amarilla. No tenía prisa. Sabía lo que había abajo, en el buzón más cercano a la puerta.
Volvió a colocarse el sombrero, y alcanzó el trozo de pergamino que le esperaba a medio meter en la abertura del casillero.
Andaba cojeando, achacado de una vejez incorpórea. Tenía el alma arrugada, el espíritu requemado, como si de cada cigarro apagase la colilla en él. Era un cenicero, asqueado, lleno de polvo, de sinvalores, de porquería. Sabía que no valía nada. Nada. De sus ojos colgaban trizas de tristeza. Pero no de esa tristeza que se limpia cuando lloras. Llevaba tatuada en su piel, con fuego helado, el dolor que le hacía andar.
El hombre, el hombre cualquiera, de rostro cenizo y sonrisa podrida.
Llovía. Pero no importaba. Nada importaba. Dio una patada a una lata de cerveza. Se arrepintió, y vació las pocas gotas que le quedaban en su boca. Sabía a sal, a lluvia, y a sinsentido.
Volvió al banco. Lo encontró mojado, húmedo y con restos de comida que alguien había abandonado sin remordimiento. Cerró los ojos para no ver.
Se acordó del portal. De la mujer. De su cuerpo. De sus manos arañándole, de su boca comiéndole hasta el adiós. No recordó su olor. Sólo sus gemidos.
Y lentamente, sin moverse, blandió un gesto consumido, drogado a base de nulidad. Sonrió.












enc.

martes, 1 de septiembre de 2009

I.




Esta es una historia cualquiera.
Imaginate a un hombre. O a una mujer. O hasta a un perro, por qué no. Dibujale el rosto. Un rosto cualquiera, esos que encuentras por doquier en las estaciones de metro, en los bares de pueblo, en las teles sin sintonizar.
Hazle una sonrisa. O unos ojos que lloran. Qué más da. A trazos negros y grises, emborrónale las mejillas. Puede que llore de pena. O de alegria. No importa.
Arráncale el corazón. No te olvides. Si no, ya sabes que más adelante te tendré que contar sus penas, sus dolores y sus rabietas de niño viejo, y ya sabes. A nadie le gusta que le llenen el hombro de lagrimas saladas.
Deciamos que guardaba el corazón en una caja de latón. Ahí está bien. Y si el candado se oxida y no podemos abrirlo, mejor.
Vistelo bien. Con corbata, traje y zapatos limpios. De su talla. Con calcetines blancos, sin agujeros en los dedos, y bien estirados hasta la pantorrilla. No dejes el pañuelo.
Haz que camine derecho, y que luzca siempre gafas de montura. Y cuando haga sol, unas flamantes Ray-ban. La milimétrica raya del pelo, chafada con gomina.
Cuando hable, con voz de tenor, pausada y afable, todos pensaran que es un buen tipo.
Imaginate que a esta historia cualquiera, de un hombre cualquiera le metemos a una mujer.
Ya sabes, no cualquier tipo de mujer.
Una mujer... bueno, ¿podrás imaginarte, no? Ya supongo.
En fin.
Claramente, en cualquier historia que se precie hay una historia de amor. Y como esta no es menos, a pesar de ser una historia cualquiera, no podían faltar los affaires y pasiones de los claros protagonistas.
Así pasó la cosa.
Era una tarde de otoño. De esas ventosas y frias, de las de té, manta y un libro entre las manos. No llovía. Aún así, las nubes gordas y grisáceas pesaban en el cielo, y reacias a moverse, se anclaron bajo la solitaria ciudad.
En un parque céntrico, en uno de sus dos únicos bancos, yacía tirada una figura... figura desmadejada y revuelta, como los papeles que jugueteaban con el viento traicionero. Una figura que fumaba, entre dientes, tabaco húmedo y horas de pensamientos clavados en el tronco del árbol de enfrente.
Cubierto por una película blanca, y nubes de nicotina, cerraba fuertemente los ojos. Notó las pisadas sobre la alfombra de hojas secas y caídas, y con esfuerzo y abatimiento, abrió un ojo.















enc.