miércoles, 29 de abril de 2009

Coge la maleta, y empieza a cargarla de cosas inútiles. Mete momentos para olvidar, un par de antiguos amores, las ganas de cambiar, algún jersey viejo, lágrimas que enfrascar y muchos hasta luegos.
Coge la puerta y cierra de un portazo. Dentro quedan algo más que alusiones al pasado y esperanzas de futuro.
Bordea las aceras, con paso desmedido y boca torcida, olisquea el humo de las calles guardando cada efluvio en cada pliegue de su piel; tropieza con el mismo escalón del mismo portal de la misma calle de siempre. Cruza por delante del banco del parque donde queda grabado con permanente su nombre y el de uno de sus grupos de amigos. Si no fuese porque estaba anclado a la tierra, se llevaría el banco de madera y pintura desconchada con ella. Le traía buenos recuerdos.
Baja la mirada con cada traspiés, y arrastra con fuerza la maleta haciendo demasiado ruido y provocando la mirada huraña de los viejos de la otra esquina del parque, esos que parecen que no tienen casa donde pasar las horas y matan el tiempo gruñendo y protestando a los viandantes estrepitosos.
Si no fuese porque no soporta el olor de la colonia que usan todos los viejos, también se los llevaría con ella. Así ya tendría función que darle al banco.
Continúa devorando la calzada, y ahora ya está más cerca de su destino. La maleta le pesa demasiado, y el embotellamiento de su cabeza le hace ver todo nublado y algo movido. Cada paso se hace más pesado y más sinsentido. Al fin, llega a la parada del bus.
Espera largo tiempo, mientras mira a un joven que está apoyado en una farola cercana. Si no fuese porque se prometió no pensar en hombres durante una larga temporada, también se lo llevaría con ella. Sería otra manera de tener ocupado el barco.
El estrépito del antiguo motor del autobús se detiene frente de ella. Tras una breve pausa se da cuenta de que es a ella a quien espera.
Mira la maleta que lleva en la mano. Nota todos los pensamientos que lleva en la cabeza.
Cerca, a apenas un par de metros, hay una papelera con tan solo un par de papeles.
No sabe como lo hizo, pero de repente tomó consciencia. Se encontraba sentada en el autobús, del lado de la ventanilla. Lo que pasa es que no era ese su autobús, sino el que tomaba la ruta contraria.
En su reproductor de música no sonaban sus canciones favoritas, esas que tanto le gustaban. No sabía porqué, pero no las encontraba en el menú.
Abajo, en el portaequipajes, únicamente había un raído macuto, de la mujer sentada dos filas más alante. La maleta había quedado en la basura.
En su cabeza, había comenzado a escribirse un nuevo capitulo. Ya no había pensamientos ni recuerdos. Todo estaba vacío, esperando escribirse de nuevo.

Aún no lo sabía, pero viajaba en busca del primer día del resto de su vida.












enc.

viernes, 24 de abril de 2009

"Muchas cosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado del espumoso mar con la ayuda del tempestuoso viento sur, bajo las rugientes olas avanzando, y a la más poderosa de las diosas, a la imperecedera e infatigable Tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados año tras año, al ararla con mulos. El hombre que es hábil da caza, envolviéndolos con los lazos de sus redes, a la especie de los aturdidos pájaros, y a los rebaños de agrestes fieras, y a la familia de los seres marinos. Por sus mañas se apodera del animal del campo que va a través de los montes, y unce al yugo que rodea la cerviz al caballo de espesas crines, así como al incansable toro montaraz. Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo de la Muerte no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones. Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos la encamina unas veces al mal y otras al bien."












Antígona, Sófocles.
Aprox. 500 a.C.

miércoles, 22 de abril de 2009

-Cántame una canción.
-No sé contar cuentos.
-No importa. Te la puedes inventar.
-Sería de mentira.
-La vida es mentira.
-Entonces, ¿por qué me pides mentiras?
-Suenan bien.
-También duelen.
-No. Te adormecen, te ciegan. Son droga, no te hacen ver la realidad. La realidad duele.
-No toda. Hay realidades bonitas. Tú eres bonita.
-¿No te he dicho nunca que soy de mentira?
-Las mentiras no piden canciones.
-A las canciones les gustan las mentiras. Todas son bucólicas y fantásticas. Solo hablan de amor ideal.
-El amor es un ideal.
-El amor es un ideal ideal, sí. Pero también es real. Y lo real es mentira.
-Me estás llamando mentiroso.
-Todos lo somos.
-Si te amo, ¿es certero?
-No.
-Pero tú me amas.
-No.
-¿Por qué me pides una canción, pues?
-Porque eres bonito.












enc.

martes, 21 de abril de 2009

Carta del Jefe Indio Seattle

Este documento fue enviado por el jefe indio Seattle de la tribu Suwamish al presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, en 1855, cuando pretendía comprar las tierras de los Suwamish y crear una reserva para ellos.


"¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento ni aún el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo pueden ustedes comprarlo?

Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los oscuros bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los pieles rojas.


Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas; en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra, puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra y así mismo ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestra hermanas; el venado, el caballo, el gran águila, éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.


Por todo ello, cuando el gran jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos está pidiendo demasiado. También el gran jefe nos dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. Él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil ya que esta tierra es sagrada para nosotros.


El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada, y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.


Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed; son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también lo son suyos, y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.


Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otros, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga; y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Le secuestra la tierra sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.

No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos del piel roja. Pero quizá sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.

No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o cómo aletean los insectos. Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido sólo parece insultar nuestros oídos. Y después de todo, ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos.

El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento, la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco puede saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.

Por ello consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir.

¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual. Porque lo que le sucede a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado.

Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.

Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos. Todo va enlazado, como la sangre que una a una familia. Todo va enlazado.

Todo lo que ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hilo. Lo que hace con trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, no queda exento del destino común. Después de todo, quizá seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que Él les pertenece lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así, Él es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para Él, y si se daña provocaría la ira del Creador. También los blancos se extinguirán, quizá antes que las demás tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos.


Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje con exuberantes colinas con cables parlantes. ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia…"












Jefe Indio Seattle.

viernes, 17 de abril de 2009

Tiembla.
Las hojas de los árboles, estremecidas por el aliento de la galerna, tiemblan.
Las lágrimas de la luna, suspendidas en un collar de perlas, tiemblan.
La cresta de la ola, al besar la arena, tiembla.
Yo, arraigada en este tiempo impredecible, tiemblo.
Una palabra tuya, tras ese cristal de indiferencia. Un recuerdo borroso mezclado con quebrantos y añoranzas. Segundos entre calada y calada. Distancia abrumadora entre centímetros de hormigón.
Tiemblo.
Tus ojos, parlanchines y vivaces, ya no dicen nada. No son ciegos, pero son mudos. Una palabra que bastaba, una sonrisa que callaba. Hay vacío en tu vaso, rebosa aflicción y ron el mío.
Tiemblo.
Las arrugas de mis manos. Las cicatrices tras la piel. Ruidos que albergaban toda sinfonía, y todo acorde de guitarra que engendraba felicidad. Una voz que cantaba al cielo, y traspasaba montañas. Ha dejado de resonar en mi cabeza.
Tiemblo.
Una foto en blanco y negro, carcomidas las esquinas. Una cámara de fotos, sin objetivo ya. Café caliente sobre la mesa, una taza hecha pedazos en el suelo. Un hasta luego indefinido, un adiós determinado.
Tiemblo.
Una sonrisa eterna.
Una lágrima brotante.

Tiemblo.












enc.
No te puedo prometer que cambiaré.... No sé si podré hacerlo.
Pero sé que eres todo lo que quiero.
No te puedo decir que no te haré llorar, ni que voy a ser sincero.
No te puedo prometer que en el futuro sea perfecto, pero el futuro es lo de menos.
No puedo decir que voy a estar allí cuando más lo necesites, pero puedo intentarlo si lo pides.
No voy a decir que cuidaré de ti. Ni siquiera sé cuidarme.
Es posible que sea yo quien necesite que lo salven.
Pero te quiero más que a nadie.
De eso estoy seguro, por mucho tiempo que pase.
Porque te quiero más que a nadie.
De eso estoy seguro, por mucho tiempo que pase.














Los planetas.

sábado, 11 de abril de 2009

Amanece un nuevo día en la gran ciudad. El ruido de los coches en la calle no cesa ni cuando despiertan las casas. Suben las persianas y abren las ventanas. Ya a temprana hora, ajetreados transeúntes circulan distraidos por las aceras.
El cielo alborece grisáceo, cubierto de pesadas nubes negras que presagian lluvias y vientos.
Aun así, las calles céntricas rebosan actividad. Viandantes que nadan a contracorriente cargados de bolsas y paquetes producto del comercio. Nadie ve a nadie, todos miran todo.
En gentío se aglomera en calles y plazas de renombre, sacan fotos y observan abstraídos.
No hay ciudadanos patrios, todos son visitantes de fuera, que buscan recoger algo del espíritu de la gran urbe que patean.
A empellones y empujones avanzan a tientas, pues el tiempo apremia y es grande la vista.
Las esquinas de las viejas calzadas mantienen su fachada, impertérritos al paso del tiempo. No crece ni cambian las travesías, ni los edificios pierden su antigüedad. Hacinando polvo y recuerdos, permanecen en pose para una nueva foto.
En los parques, ahora en flor y fruto, se reunen los enamorados tras cada árbol. Pasea el perro encadenado, y musita el viejo en el banco.
Las tienda desbordan clientela, y el dinero viaja de mano en mano. Mientras, en cada esquina y cada portal, aguarda un pordiosero alguna mísera moneda.
Retumban en los puentes las sirenas de las ambulancias, y abren paso los silbatos de la policía.
Todo es grande y anárquico, ningún orden establecido. Ritmos descompasados y pasos desparejados. Metrópolis de sensaciones y visiones, de gentíos y soledades. Cada rincón que guarda una historia, y toda la historia en los rincones.
Ningún camino lleva al camino, todo es destino, todo es desconocido. Dejar llevar por la marea humana, que arrastra y aplasta.




Caótica Madrid...












enc.