lunes, 9 de enero de 2012

¿Dónde estás, hijo de puta?

He vuelto al escritorio de antaño, donde los hilos se hilvanaban solos y la piel se cuarteaba de mentira. He buscado entre los papeles aquel motivo avinagrado y a veces dulce que me hacía volar, pero no hoy; hoy solo polvo y cuartillas deshechas que no son capaces de articular palabra, de alzar la voz por encima de un gemido.
Todos hablan de que han visto las estrellas, pero a ninguno les han comido el cuello. Gritan por la piel en la piel, respiran para adentro, sienten despegar... Estultos. Probad a beber de la noche hasta la gota más ácida y a dejaros caer en cualquier cama deshecha. A escuchar los ruidos del suelo y las sinfonías de los pasos. Los ecos de las horas muertas en que ni es de día ni es de noche. Intentad drogaros y mantener el cable de acero que os ata a la vida entre los dedos. Jugad con el cuchillo que os acaricia tras la oreja.
La eterna búsqueda. Buscar en las dudas razones para creer. Qué triste un ser de palabras, de cursiva y espacios. De vacío y alambre. No más que legados, epitafios; epitafios en los muros de la ciudad que contiene los muertos por cáncer de vida. O algún trastorno peor.
En realidad deberías llorar. O aparecer por aquí. Podrías, incluso, jugar a entender mis rabietas. Descifrar lo que balbuceo. Darte por vencido, que siempre ha sido lo más cuerdo de esta locura.
Puede que no hayas visto las estrellas, o que estés por alguna de ellas, pero, ¿quién ha dicho que haya que verlas? Ni que de pronto alzásemos el vuelo.

Nunca estuviste en el cielo, eres de los que no vuelan.














enc.