domingo, 21 de febrero de 2010

Me pica el alma y me sangran los arañazos del rascarme.
Sin cuidado.
No quiero hablar de amor porque no está bien hablar de los ausentes.
Tampoco hablaré de ti.
Hablo de ti y me descarilla el pincel. Siempre amé la velocidad de correr con las manos quietas.
Si te vas, me llevas contigo. Y la condicional no condiciona.
Y adiós.
Te aprendo a olvidar. Matrícula de honor. Ya sé comerme las haches.
Me rompes los esquemas. Y tachón negro. Te paseas porque te gusta el frío y sus abrazos. Las narices rojas, los pies fríos. Sus ojos.
He dicho que no iba a hablar de ti.
Hablar de ti, ¿por qué? Porque nada. Eso es todo.
Dejé de fumar. Nadie me invitaba a últimas caladas. A boquillas que queman los labios. Y nunca llevo encima cerillas.
Me gusta el mar por la noche. Por el día, no. ¿Nunca has pensado que te susurra? Tiricias y erizos, frases como flores en las orejas, caricias entre los dedos.
En esta playa las olas no follan con el mar.
Son las cero cero, y ya no es ayer. Ayer te vi, y allí quedaste. Te congelaste porque nevaba, y te negaste a que fuéramos de verano.
Que estaba lejos.
Más lejos quedaba la ausencia, y llegamos sin querer. Cuando echamos a andar descalzos nunca pensamos en ahogarnos. Y las lágrimas nos bebieron los vasos.
Que me amas, escupiste. Te limpié los labios con un beso, pero lo tiraste a la basura. Estaba tan sucio.
Se me acabó el paquete. Con el último cigarro a medias.
Voy a hablar de mí. Mí nunca me quiso. Tanto era poco. Y poco, para mí, siempre era demasiado. Hasta que quebró las cuerdas del violín que desafinaban todas las noches entre efes y escaleras del piso de arriba.
Ni lengua ni gato.
Ya no sale a bailar. Prostituido a rasgones. Mucha cicatriz.
Desfasado en la noche.
Pero de madrugada acariciaba las sábanas porque estaban suaves, y le calmaba el dolor de tripas. Le aplacaba las tormentas.
Se ponía la mano en la boca y aguantaba sin respirar. Olías demasiado. Dolías en la nariz. De tanto inhalar te fuiste al pecho. Y luego al costado. Y ahí te quedaste.
No había tratamiento. Dolor crónico y permanente. Minusvalía. Para toda la vida.
Ni aspirinas ni besos.
Andaba con muletas. No podía apoyar, caía a tientas.
La acabaste por matar. Sobredosis.
Prohibieron mirar las estrellas. Que fomentaba, decían.
Pero ella ya no podía mirarlas a hurtadillas desde el diván. Bajo tierra todo se ve oscuro. Riega las semillas con lágrimas, y salen tallos a la luz. Pero cortan de raíz. Que no se extienda, dicen.
Mataron al amor. Como al cartero. Para que no matase más. Para que no fuesen contigo.
Allí quedo el cenicero.
Íbamos de vez en cuando a ver el mar. A oírlo en caracolas.
Quedaba lejos, un poco más allá que la ausencia, pero había que ver las estrellas.
Pero no vamos a hablar de ti. No hoy.
Vamos a hablar de mí. Hoy hace veintiún minutos y dos apagones que dije adiós. Dormir, le preguntaron. Para siempre, respondió. Para nunca.












Para G. Porque nunca oyó el mar en caracolas.












enc.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Me siento impotente porque intento guardarme algunos segundos en los bolsillos, pero se me resbalan de los dedos, y caen al suelos rompiendo en cristalitos diminutos, que se me pegan a los bajos de los pantalones, y que arrastro allá donde vaya.
Me han dicho que se llaman recuerdos. El tiempo cuando se rompe se hace sentimiento. Todo mi tiempo está resquebrajado y frágil. Vulnerable y lloroso. Me da miedo acercarme y darle caricias.
No cuido los alfileres que sustentan en andamios las fachadas del todo pasa. Burbujas que explotan en la piel, salpicando todo de rojo corazón.
Pero no, no tengo la culpa. Yo me paro y me siento, me enchufo algo de tabaco. Y dejo pasar frente a mí los trenes. En las estaciones lloro los adióses, y amo los besos de los amores que me dejan.
Yo no sé tocar la guitarra, pero canto aunque nadie me oiga.
Yo no sé cabalgar a lomos del tic tac, pero siempre seré mi propio corcel.
Yo nunca estuve a su altura porque vivo en el subsuelo.
Yo sólo busco que nadie lo entienda.













enc.

viernes, 12 de febrero de 2010

Nunca podrás llover con los ojos cerrados. Por más que saltes jamás vencerás a un mercenario que se llevó tu palabra. Los granos de café nunca serán las piedras para tropezar, las dulces caídas en sacos de espuma. Nunca sale el sol para todos.
Anhela porque deseas pero no ames. Si amas caerás en el pozo, amor. Si amas vendrás conmigo, con los ojos tapiados, tapados, vendados y vendidos. Acompáñame a la tierra de lujuria, al cielo de pecados y a la crucifixión del veneno. Bébete el amor. Si amas caerás sin más y ahogarás bajo los puentes, y dormirás conmigo, en mi cama de púas, en mi pequeña cuna de infantes y princesas.
Contrae las pestañas y solloza con ellas, pero no ames. Derrámate por las aceras y derrítete bajo las lunas menguantes, persigue los culos de los vasos. Paga por cada segundo de libertad, y cómprate un tanque de oxígeno. Ponte enfermo de vanidad y deja que te caduque la sangre, pero nunca ames.
Amarás. Amarás aunque no quieras y llorarás aunque no debas. Morirás de cáncer de orgullo. Arráncate los pulmones antes de que te chupen todo su perfume. Devuélvele el corazón, que las bombas incendiarias atenten lejos de tus dedos. A la guerra sólo van los soldados rasos. Y tú no mueres por amor.
Pellízcate la piel y despega la capa lúcida de dogmas que te fusilan contra la pared. Desnúdate. No hay verdades más evidentes que las inseguridades que los temores arrullan y despellejan cuando se capuza el miedo en amor.
Y el amor se despega de la ciencia infusa, de los posos de té, del sello de los carteros. Todo pegamento que aúna firme a su espalda es el dejado rastro de amor que secó en el miedo.

Si tienes miedo, amas. Si amas, tendrás miedo.












enc.

viernes, 5 de febrero de 2010

-Vengo a poner una denuncia.
Me senté lentamente, todavía magullado por el impacto de los golpes y estremecido por el dolor que aún latía en cada respiración. Cerré los ojos y dejé que un suspiro se me escurriera entre los dedos. Apreté las manos sudorosas, y las metí en los bolsillos vacíos. Abandoné las palabras, y salieron huyendo ellas solas. Vomité sin poder evitar manchar todo de voces.
-Eran las cuatro y cuarto. Apenas hace una hora y pico. Como siempre, me dirigía en busca de un paisaje extraordinario, que me estuviese esperando a mí. Iba cargado con mi lienzo y mi estuche de anticuario, donde guardo algunas pinturas y un carboncillo. Ya sabe, me dedico a pintar. No, no soy pintor. Sólo me gusta fotografiar con los dedos. Algo así como quien que escribe por necesidad. Por prescripción facultativa. Nada de placer. Pura necesidad. Ya sabe, vida o muerte. Yo pinto, no escribo, pero para que me entienda.
Eran las cuatro casi, y el sol se empecinaba en hacerme tropezar de sudor. Me corroía la fiebre, el ansia. Paré más o menos dos minutos bajo una acacia. Dejé suavemente en el suelo el atril, unos segundos, para retomar el aliento que me robaba el calor. Me insté a no detenerme, o no podría retomar el paso. Necesitaba llegar cuanto antes. Realmente no sabía dónde iba, ya se imagina. Unas veces llegaba antes, otras daba vueltas entorno a nada, esperando tras cada esquina algo que no sabía si iba a aparecer. Un nómada errante, eso soy yo. Desgasté el reloj hasta hacerlo ilegible. Perdí la cadena que me ataba a la cordura. Deliraba, enfermo de necesidad. Me ahogaba en lágrimas de dolor. No se vaya usted a pensar que me detuve. Llevaba caminando más allá de la eternidad, dispuesto a dejarme caer. Salté un arroyo, y bebí algo de los vientos. Entonces ocurrió. Sí, ya sabe, el motivo de mi denuncia. Ocurrió que estaba a punto de verlo. Se perfilaba en mis ojos, tomaba forma, se derretía la sombra, fluía la esencia. Pero no pasó de ahí. No sé cómo, pero no vi nada más. Sólo oscuridad. Un velo negro. Reviví toda la tristeza de la vida, todo el dolor del desamor, todas las lágrimas de la impotencia. La rabia de la perdida, el sinsabor de las despedidas. Me hundí. Caí a plomo en el mar, y me hundía. Era el ancla de un barco, el lastre del no querer. Tiritaba de fiebre. Fiebre. Temblaba tanto como un tempano de hielo, y ya no sabía si esas manos eran mías o no era más que mi corazón tibio que se me escapaba por las heridas de mi mente.
Me desmayé de hambre de oxígeno. Me atraganté en saliva. Y me desangré de nervios. Jugaba a la ruleta, al parchís y a la tómbola. Iba en una noria. Fumaba sin cesar, bebía sin digerir. Desaparecí.
Abrí los ojos. Mi reloj me decía que sólo habían pasado tres minutos escasos. Y yo había recorrido el alcantarillado del mundo. Me dí cuenta de que estaba solo. Como antes, entiéndame. Pero el grado de soledad había aumentado. Me habían robado mis lienzos e instrumentos. Apenas lo sentí como un par de latidos sobresaliendo al resto, como un pequeño sollozo. En mis dedos crecían telarañas de horas. Todo estaba gris de minutos, estaban viejos, y caminaban con muletas. Se moría. El tiempo se moría.
Me dí cuenta entonces. Nunca se me dieron bien los acertijos, sabe usted. Me dí la vuelta, y vi el esqueleto. Un reloj de arena que se desangraba. Todo era arena. Los gajos de las manecillas ya no estaban, el engranaje de las ruedecillas. Se lo habían llevado todo, y me habían dejado sólo.
Sólo, y sin tiempo. Sólo. Y sin tiempo. Sin tiempo para pintar los rayos de sol. Las sonrisas. Sin tiempo para llorar, para querer, para reír. Sólo. Sólo.
Y yo ya no tengo tiempo. Se lo han llevado todo. Y yo ya no tengo más tiempo.













enc.