jueves, 20 de mayo de 2010

No me vale con catar sino con ser experto, que el arte nace cuando ha muerto el resto; no me vale el grito de jaurías y desperfectos que se engarzan en los barrotes de una celda de sonetos.

Óiganme, que los gritos de bravío y de al abordaje también vibran, ¿me escuchas? Que le follen deseas y que te follen anhelas. Me cago en la puta que nadie escoge su suerte y a pesar de ello miente cuando desea la muerte.

Sal a la puta calle y mírate en las retinas de las esquinas dominadas por mendigos, míralos, míralos joder, y agárrate del cuello y entonces dí que maldices tu destino. Si no quieres ir más lejos ahógate en las paredes de madera revestida de un féretro. Seguro que entonces ya no te daña la luz los ojos.

Eh. Que la puta vida se te va de las manos, y lo que ahora lloras por tener un día llorarás por haber perdido.

Y mientras, los cojones filosofía. Los cojones. Qué mierda de estilo de vida y de pautas escritas. Vive joder, los delirios que te quemen y te coman la piel, y luego, cuando estés en carne viva y supures sangre, entonces, entonces, di qué cojones es la filosofía de vida. La puta vida que se resume en renglones torcidos no es más que un pentagrama de corcheas como manchurrones negros.

Mi vida es una jodida melodía. Y que le jodan al resto.









enc.

viernes, 14 de mayo de 2010

He llegado ya hace tiempo a la horquilla de lo oscuro. Lo oscuro con pinceladas blancas, el gris del entretiempo, e incluso de la luz que chocaba con los dedos.
Adelante y a la izquierda. Tenemos un paso al frente, tenemos dos lápices sin punta, comidos, y sobre todo, tenemos que coger el tren.
El día de la estación en hora llovía. Fuerte y retumbaba. Llegamos solos, cada uno solo consigo mismo, adormecido por dentro y tiritando por fuera. Hoy volvemos a desenterrar la maleta, del viejo túmulo de la colina, de la roída idiosincrasia de las llamadas al andén.
Ninguno quisimos un plural, ni una ese al final de la palabra. No teníamos fuego, y prendimos las boquillas con silencio. En el traqueteo dibujamos palomas con el humo blanco, volamos veleros con el ruido de nuestras risas, y dejamos la prisa en la rejilla del portaequipajes.
Había quien tomaba fotos, y los demás brindábamos sin querer. El alcohol nos quemó las venas, nos hizo crecer el habla y la lengua, la pericia y el descuido. Casi nos caemos, y a punto de dejar marchar el tren. Siempre llevábamos una guitarra, una voz y una clave de sol. Colgada del cuello y un collar, un anhelo de recuerdos y una frontera entre países. La morada de lo incierto apenas abría la boca al cielo, respiraba entre suspiros y a veces chasqueaba los dientes. No le teníamos miedo.
La vanidad nos hizo mella y la huella de nuestros pasos cobró alas sin correr, llegábamos demasiado pronto, demasiado pronto y frenamos. En seco y de golpe nos dejó el choque, con los ojos abiertos y la boca difusa, la mirada emborronada y el gesto difuminado.
Nos habíamos salido del papel, y nosotros sin darnos cuenta. Sin querer darnos cuenta.
La piel nos tenía el alma y nos despellejamos las yemas del corazón. Crepitábamos como el fuego hiriente en la maleza y las ramas, trepamos algunos y otros acurrucamos la corteza.
El tren silbó.
No había tiempo para despedidas. El pañuelo cayó en el suelo de la estación. El reloj estaba en hora. Dieron las dos y cuarto.
Otro día será el de callar y esperar. Hoy, no hay tiempo para más.




Yo me limito a esperar que se le acabe la pila al reloj.














enc.

lunes, 3 de mayo de 2010

No brillan los ojos de los muertos.
Juntemos mi miedo y tu temor.
Un ramo de espinas, bajo las sombras y bajo las cornisas. El canto rodó por la mesa, se astillaban a su paso las llamas, manchaban las paredes de olor a rancio, de necesidad y de ira sin dolor. Ira pasiva.
Tiremos una piedra al cielo, a ver si sale cruz. Que nos miran las caras y se nos estropeaban las flores. Nos sonreían y disimulaban. Todo era pequeño y no podías esconder el mundo en un abrazo.
Bebimos de las manos, callábamos y nunca más escribimos. Las cartas de amor nunca fueron para nosotros. Tampoco lo fueron la ausencia y el desespero. Vivíamos en un interrogante. Yo, en el punto. Tú, en la curva de mis caderas.
Inevitable. La guerra declarada sobre nuestras cabezas, y bombardeos entre flautas, y balas que nos peinaban las pestañas. No cierres los ojos, me miraste. No te escondas, me besaste. No huyas, me dejaste la mano.
Y así fue.
Así pasó la noche de la mañana, así pasó.
Porque, me terminaste por respirar -la última respiración que me amaste-, a los muertos, no le brillan los ojos.














enc.