viernes, 9 de diciembre de 2011

Cuando dice no, es no. Y si no quiere salir ahí se queda, agazapada tras la manta y oyendo la llama naranja cantar en la hoguera. Vomitando a destajo alientos hirviendo sobre los charcos de sus manos heladas. Una guitarra suena en el fondo de su cigarro, que le sorbe los do y los fa, que, con furia, golpea las notas del piano de madera. En la otra mano, apuntando hacia el suelo de su boca, un ramillete de flores amarillas, y en el gatillo, su dedo crispado. Besando la botella, como nunca había besado a nadie, como nunca había amado unos labios, deja sus huellas de carmín en la entrada a los cielos. En la puerta del infierno.
Se disfraza de poeta envejecido, con voz rota y letra torcida, y perfila el rostro de una noche que le cruza por la mirada. Le hace sombra con el candil que se apaga en segunda, después de tomar la curva en quinta. Nunca ha escrito nada que mereciese la pena, ni siquiera sus penas eran dignas de ser cantadas, ni siquiera pensaba que lo fueran.
Se daba a las drogas. Por aquello de lo bohemio y de los colorines. Y así iba dejando caer alguna letra, las lanzaba al vuelo desde la ventana, en las servilletas de los bares, bailando en las aceras con la lluvia. En la mano de una chica guapa que le guiñaba el ojo.
Y así, pensaba que nada de lo que escribía merecía la pena, ni siquiera sus penas eran dignas de ser cantadas, ni siquiera pensaba que lo fuesen, pero aquello siempre le había hecho volar. Y lo cierto es que no levantaba los pies del suelo. Pero ya no estaba aquí, estaba drogándose para escribir, o escribiendo para drogarse.














enc.