viernes, 14 de enero de 2011

A veces está todo dicho y lo que continuamos deshilando no hace más que ruido.
A veces somos dos y otras estamos solos.
O somos una marea de nadies que se creen algo, alguien, una masa que impregne cada poro de este mundo hueco.
El tú deja de ser tú y pasa a ser yo, mientras que con mi palabra deshago un lazo inexistente y te creo, te creo. Cuerpo incorpóreo, de aire sobrante de una respiración más, de un latido sin querer, de un parpadeo inoportuno. Ahora no.
Antes todo se deslizaba, se dejaba llevar por una corriente dulce, un amargo trago de alcohol que era elixir, sabor ácido a desnudez tibia.
A veces me vale con sentarme en los tejados de una puesta de sol, de una gran ciudad donde no hay buzones sin nombre y los gatos salen a lucir brillantes en los ojos que se tragan los focos de los coches. A veces soy sombra que se arrastra por las paredes y escala las aceras.
A veces soy tren que no se detiene, estación que ruge el paso de los minutos de una espera intempestiva, una gota que empieza a caer del cielo y que duerme en un banco desolado. O soy la bajada del vagón y los abrazos cruzados que me esquivan fugaces. Como las estrellas.
Sola soledad y una historia que contar.
Una escena y música de fondo. Besos ensayados y un grito de acción. Corten. Volvamos a empezar. No es real. Y desde una butaca tan fría como tu corazón te crees hasta los pálpitos que no ves, las caricias pagadas.
Vayamos por la calle atados a nuestras manos. A lo mejor ni nos ve nadie, qué desastre, qué emoción perdida, qué título olvidado en una biblioteca de polvo. Con sólo dos espectadores. Y ningún fanático a las puertas de nuestro hotel.

Arte mugriento y entre los dedos.

No mires. Somos estetas.














enc.

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