viernes, 5 de febrero de 2010

-Vengo a poner una denuncia.
Me senté lentamente, todavía magullado por el impacto de los golpes y estremecido por el dolor que aún latía en cada respiración. Cerré los ojos y dejé que un suspiro se me escurriera entre los dedos. Apreté las manos sudorosas, y las metí en los bolsillos vacíos. Abandoné las palabras, y salieron huyendo ellas solas. Vomité sin poder evitar manchar todo de voces.
-Eran las cuatro y cuarto. Apenas hace una hora y pico. Como siempre, me dirigía en busca de un paisaje extraordinario, que me estuviese esperando a mí. Iba cargado con mi lienzo y mi estuche de anticuario, donde guardo algunas pinturas y un carboncillo. Ya sabe, me dedico a pintar. No, no soy pintor. Sólo me gusta fotografiar con los dedos. Algo así como quien que escribe por necesidad. Por prescripción facultativa. Nada de placer. Pura necesidad. Ya sabe, vida o muerte. Yo pinto, no escribo, pero para que me entienda.
Eran las cuatro casi, y el sol se empecinaba en hacerme tropezar de sudor. Me corroía la fiebre, el ansia. Paré más o menos dos minutos bajo una acacia. Dejé suavemente en el suelo el atril, unos segundos, para retomar el aliento que me robaba el calor. Me insté a no detenerme, o no podría retomar el paso. Necesitaba llegar cuanto antes. Realmente no sabía dónde iba, ya se imagina. Unas veces llegaba antes, otras daba vueltas entorno a nada, esperando tras cada esquina algo que no sabía si iba a aparecer. Un nómada errante, eso soy yo. Desgasté el reloj hasta hacerlo ilegible. Perdí la cadena que me ataba a la cordura. Deliraba, enfermo de necesidad. Me ahogaba en lágrimas de dolor. No se vaya usted a pensar que me detuve. Llevaba caminando más allá de la eternidad, dispuesto a dejarme caer. Salté un arroyo, y bebí algo de los vientos. Entonces ocurrió. Sí, ya sabe, el motivo de mi denuncia. Ocurrió que estaba a punto de verlo. Se perfilaba en mis ojos, tomaba forma, se derretía la sombra, fluía la esencia. Pero no pasó de ahí. No sé cómo, pero no vi nada más. Sólo oscuridad. Un velo negro. Reviví toda la tristeza de la vida, todo el dolor del desamor, todas las lágrimas de la impotencia. La rabia de la perdida, el sinsabor de las despedidas. Me hundí. Caí a plomo en el mar, y me hundía. Era el ancla de un barco, el lastre del no querer. Tiritaba de fiebre. Fiebre. Temblaba tanto como un tempano de hielo, y ya no sabía si esas manos eran mías o no era más que mi corazón tibio que se me escapaba por las heridas de mi mente.
Me desmayé de hambre de oxígeno. Me atraganté en saliva. Y me desangré de nervios. Jugaba a la ruleta, al parchís y a la tómbola. Iba en una noria. Fumaba sin cesar, bebía sin digerir. Desaparecí.
Abrí los ojos. Mi reloj me decía que sólo habían pasado tres minutos escasos. Y yo había recorrido el alcantarillado del mundo. Me dí cuenta de que estaba solo. Como antes, entiéndame. Pero el grado de soledad había aumentado. Me habían robado mis lienzos e instrumentos. Apenas lo sentí como un par de latidos sobresaliendo al resto, como un pequeño sollozo. En mis dedos crecían telarañas de horas. Todo estaba gris de minutos, estaban viejos, y caminaban con muletas. Se moría. El tiempo se moría.
Me dí cuenta entonces. Nunca se me dieron bien los acertijos, sabe usted. Me dí la vuelta, y vi el esqueleto. Un reloj de arena que se desangraba. Todo era arena. Los gajos de las manecillas ya no estaban, el engranaje de las ruedecillas. Se lo habían llevado todo, y me habían dejado sólo.
Sólo, y sin tiempo. Sólo. Y sin tiempo. Sin tiempo para pintar los rayos de sol. Las sonrisas. Sin tiempo para llorar, para querer, para reír. Sólo. Sólo.
Y yo ya no tengo tiempo. Se lo han llevado todo. Y yo ya no tengo más tiempo.













enc.

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