sábado, 23 de enero de 2010

Hace algún tiempo, contaba por años mis dedos. Contaba por palabras mis años. Hace tiempo caminaba entre titubeos. Entre neblinas espesas y varas sin camisas.
Hace tiempo empezó a crecer cerca de mí la vía de un tren. Comenzó a fraguar los raíles en carbón azul y vientos negros. De tormenta. Poco a poco avanzaba, iba comiendo camino, pensando en llegar a una disyuntiva, o a un acantilado del que precipitarse. Quería una prueba. Quería una pelea donde mostrar su valía, su coraje, su tesón.
Crecieron las vías, como venas surcando la tierra que molía, como hilos que entretejían los nudos de una red que todo atrapaba. Llovía como caballos precipitándose a un galope furioso, oxidados, herrumbrosos y ruidosos. Llovía a veces, y todo encharcaba de sol y sombras, de noche. De rayos de luna. Acababan por secar, al fin. Y seguían en pie, aguantando el bélico embite del traqueteo de los vagones de carga. De los borrones y cuenta nueva. De la tinta seca, de los ojos sin lágrimas, de la sangre coartada.
Pasaron los años y dejó de contar con los dedos. Buscó otros vicios y otras virtudes, otras campañas y otros escudos. Otras banderas. Pero el acero y el hierro del andén seguían siendo fiel a su única lealtad. Su palabra.
Por fin, entre el sol de invierno y el verano que no acaba, asomó el morro de la locomotora por la curva del túnel. Prendió la antorcha, la luz, el lucero del alba. Por fin veía el tren que sólo pasaba una vez en la vida.
Salto alto. Muy alto. Puso sus expectativas lo más lejos que alcanzó, voló, se sumergió en las nubes, y admiró la tierra desde las estrellas. A toda velocidad recorrió el sueño por el que atravesaban la pradera. Sucedían muchas palabras, muchos veros, muchas comas. Muchos puntos y aparte.
Tras recoger del suelo y de las ramas las flores que habían mudado con el cambio de estación, en las que se bajó y en las que no, figuró una silueta, un esqueleto. Una sombra de una meta. De un tope, de un techo.
Tomó de la mano otra alma solitaria, otro cenicero de dolor, otra sonrisa de agua. Comandaron la máquina. Formalizaron sus deseos, casaron sus letras, entrechocaron su ilusión.
Iban a descarrilar, pero se sujetaron fuertemente al ardiente volcán que por dentro les estallaba. Y estalló. De fuego salpicaron todo, de fuego y cenizas.
El hielo apagó hasta la menor chispa que flotaba en el aire, pero nada pudo hacer con las cenizas, que se posaron en el suelo, y lo cubrieron de un manto gris y negro.
El tren empezaba a frenar, perdía velocidad sin derramar ni una sola lágrima. Imprimió fuerza con una llave vieja y llena de hiel, llena de miel y muescas desgastadas. Únicamente quedó una cerradura en las farolas, un boquete en las ventanas, un amanecer que nunca llegaba. Una puerta que no encajaba, un puño que nunca hablaba, una noche corta, un ayer que no será mañana, o las pinzas que atenazan entre engranajes un tiempo indefinido.
La llave se hizo ceniza. Tronaron los días y las noches, durante años, en todo el universo. Entre ceja y ceja un único ruido que no dejaba hablar.
Y calló. Y cayó.
El edén. La meta. El fin del trayecto, la flecha del nuevo a emprender. El éter. El elixir. La pócima del valor. El destino. El principio de todo. El big ban. El sexo desbocado. El grito desgarrado. Todo. O nada.

La llave se hizo ceniza. Se hizo la llave entre las cenizas.













enc.

1 comentario:

  1. DIOS!!! Supongo que no hará falta que te diga que me encanta...pero por si acaso...ME ENCANTA!! La llave se hizo cenizas...

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