sábado, 11 de abril de 2009

Amanece un nuevo día en la gran ciudad. El ruido de los coches en la calle no cesa ni cuando despiertan las casas. Suben las persianas y abren las ventanas. Ya a temprana hora, ajetreados transeúntes circulan distraidos por las aceras.
El cielo alborece grisáceo, cubierto de pesadas nubes negras que presagian lluvias y vientos.
Aun así, las calles céntricas rebosan actividad. Viandantes que nadan a contracorriente cargados de bolsas y paquetes producto del comercio. Nadie ve a nadie, todos miran todo.
En gentío se aglomera en calles y plazas de renombre, sacan fotos y observan abstraídos.
No hay ciudadanos patrios, todos son visitantes de fuera, que buscan recoger algo del espíritu de la gran urbe que patean.
A empellones y empujones avanzan a tientas, pues el tiempo apremia y es grande la vista.
Las esquinas de las viejas calzadas mantienen su fachada, impertérritos al paso del tiempo. No crece ni cambian las travesías, ni los edificios pierden su antigüedad. Hacinando polvo y recuerdos, permanecen en pose para una nueva foto.
En los parques, ahora en flor y fruto, se reunen los enamorados tras cada árbol. Pasea el perro encadenado, y musita el viejo en el banco.
Las tienda desbordan clientela, y el dinero viaja de mano en mano. Mientras, en cada esquina y cada portal, aguarda un pordiosero alguna mísera moneda.
Retumban en los puentes las sirenas de las ambulancias, y abren paso los silbatos de la policía.
Todo es grande y anárquico, ningún orden establecido. Ritmos descompasados y pasos desparejados. Metrópolis de sensaciones y visiones, de gentíos y soledades. Cada rincón que guarda una historia, y toda la historia en los rincones.
Ningún camino lleva al camino, todo es destino, todo es desconocido. Dejar llevar por la marea humana, que arrastra y aplasta.




Caótica Madrid...












enc.

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