lunes, 27 de mayo de 2013

Entre la ventana y el escritorio las caracolas azules de su Pall Mall bailaban con la luz naranja de una primavera que ardía. El fuego de las tardes le consumía los días y los meses y los años en cuestión de minutos, de caladas que trepaban por sus dedos y volaban, volaban tan alto que le dibujaban sonrisas de medio lado, de medio vestir cuando recordaba que ayer fue igual. Las tardes le tatuaban el pecho con rayas, como la pared de la cárcel de un preso que cuenta los días que lleva sin ver el viento, o los días que le quedan para pintar los caminos sin barrotes de por medio. Pero él había perdido la cuenta.
Se perdió a mitad de canción, entre el primer estribillo y la tercera estrofa, justo en el momento en que la música se llenaba de trompetas. Menuda hija de puta la orquesta que lo había dejado sin ovación. Sorbía despacio del vaso, apenas acariciando con sus labios el cristal, pues se había jurado no rozar con su lengua ni la cerveza ni la ceniza hasta que ella entrase de nuevo por esa jodida puerta. Se reía entre dientes mientras le decía al cenicero que eso de las margaritas y de las puestas de sol cogidos de la mano era todo una basura y una maldita mentira.
Encendió otro Pall Mall solo para ver escalar las arañas de sus sueños color mar por la pared. Después de todo, dijo en voz alta, ni estamos tan malditos ni estamos tan solos.





















enc.

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