viernes, 22 de abril de 2011

Mi nombre es M.

Vivo en una ciudad muerta. O una ciudad como todas las ciudades. Soy un vagabundo de las calles, de la noche. Me considero el nómada de los sueños de cristal. Fumo tabaco de liar. Odio la avenida apestada de gente, y estoy enamorado cual adolescente del banco astillado del parque de asfalto, el único banco que hay, y que mira al único norte que observo embobado hora tras hora. Un único árbol.

A veces me pregunto la razón de la existencia de un pequeño circulo de tierra que ahoga al débil tronco del árbol. Me pregunto por qué lleva un bozal antes de nacer, y por qué no puede crecer estirando las raíces, desperezándose.

Es más barato el asfalto. Sin más.

En mis últimos cinco años he pasado más tiempo en este banco que en la cocina de mi casa. Y eso que a veces tiene comida. Es otra de las preguntas a las que busco desesperada respuesta aun a sabiendas que moriré sin hallarla.

Me cautivan los lugares inhóspitos, cerrados y con olor a putrefacción. Me gusta que todos fijen su mirada indiferente, mientras yo descubro un mapa de lugares inexplorados. Me encanta sentirme dueño de algo que nadie quiere. Adoro saber que nadie luchará conmigo por un tesoro de monedas de chocolate, y que a pesar de tenerlo colgado de las ventanas, junto a los calcetines, nadie mostrará más interés que el que se muestra por los propios calcetines con rayas negras y rojas. Me satisface decir que me importa más algo que se acerca más a ser nada, y ver la cara de incredulidad que aparece gradualmente en el rostro de la gente.

En mis últimos cinco años he pasado más tiempo en este banco que en la cocina de mi casa. Creo que he dicho. Metáforas aparte, considero éste el templo de mis cavilaciones de hombre joven.

Los viejos se reirían de mi filosofía barata y mezclada con Pueblo. No me importa. No me importa porque no me importa el pensamiento generacional que un determinado sector de la sociedad dedique a un veinteañero desgarbado, fumador, sumiso a sus ideales y que desperdicia casi las venticuatro horas del dia tumbado en el banco de un parque, cuando por el bien de la humanidad en general y de la sociedad perteneciente a este país en particular debería estar amasando cemento o colocando ladrillos para edificar el futuro y el desarrollo de la civilización.

De mis recientes ventidós años, sólo la mitad los he dedicado a ir a una escuela. A pesar de ello me considero, aun pecando de falsa modestia, mucho más inteligente que mucha otra gente de mi edad, que andan por ahí presumiendo de licenciatura universitaria.

Me considero hijo de la escuela de la vida, esa donde sólo entran alumnos selectos, y donde imparten con brutal violencia la verdadera ley que rige el movimiento cósmico, y que atañe al desarrollo personal y vital del hombre. Me considero hijo de la calle, y por tanto, hijo del mundo.

El mundo me ha dado libros, y con ellos, el mayor saber posible. No he necesitado, ni necesito, nada más.


Mi nombre es M. Creo que ya lo he dicho.









enc., allá por marzo del 2009.


2 comentarios:

  1. Esa escuela de la que tanto se aprende y tanto se infravalora, esa en la que siempre quedan cosas por aprender...

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  2. Que bien hace el tabaco, proporcionando un momento de reflexion casi obligado. Buen texto!

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