domingo, 19 de septiembre de 2010

Confiamos demasiado en nuestra burbúja, en nuestro vagón de tren camuflado, blindado al choque de vientos y vías, al avance diminuto, violento que arrasa traqueteos y vibraciones. Pensamos que dentro no se escucha el mar que se difumina por las ventanillas, los brochazos de azul que se pierden con los parpadeos, las semillas de trigo que germinan en las manos y al mirarlas nos brindan campos de girasoles.
Creemos en nunca como un imposible, un significado más allá del verbo y del verso, del tiempo que nos crece y se nos va, una realidad demasiado lejana, en otro planeta, en otra vida. Un nunca no existe, lo absoluto y la certeza aplastante, el blanco y el negro, un universo en medio. Lo relativo de la apreciación, el matiz de unos ojos o una boca, la tenue voz que se pierde y se pierde y se pierde.
Anclados a una realidad palpable, segura, estable y apacible no giramos, no giramos y nuestra luna no cambia, no crece y no se mengua, y nosotros siempre somos nosotros, un tú y un yo, un elemento más de las millones de partículas que respiramos, un estado inocuo, una pequeña gota de agua en una ola que no revienta contra la arena.
De pronto la luz nos ciega, la certeza cruel de que existe un infinito truncado, una progresión de números más allá de la décima parte del día que nos conocimos. Un inicio suave, un desliz, un error. Una equivocación. Y aquí estamos, bebiendo mares y colocados de palabras. Hasta el cuello de drogas de monte y caminos, de promesas.
Siempre pensamos, siempre pensé, que el horizonte era inalcanzable. Más allá. Yo avanzaba, a tu lado, pero nunca llegamos. Nunca. Y ese nunca fue vapor, una exhalación, una nostalgia, un enquiste. Un dolor de estómago y de ausencia.
Espero que sigas mirando la luna por la noche. Cuando esté roja, que llore sangre. Una luna roja, que el cielo arda en llamas.

Buen viaje, a donde quiera que llegues.













enc.

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