miércoles, 18 de marzo de 2009

Vuelven mis desgarbados pasos a dejar su huella caduca en el camino. Cuesta tras cuesta, acércase el destino. Camino a la vera de los juncos, que ensombrecen la tierra y colorean las piedras. Parece que todo alrededor está diferente y cambiado, y creo no reconocer todo aquello que guardo en mi memoria. Cuanto más ando, más polvo nubla mi vista, y mis lagrimales están ya resecos. La boca seca y llena de de tierra húmeda con sabor amargo, a lluvia y suciedad. Mis andares son mecánicos, y el ritmo de mi corazón, incesante y apagado.
Recuerdo este tramo del recorrido, pues era especialmente memorable su pronunciada pendiente, y escasa la frescura del cierzo. Mi corazón acelera acusando el redoble de esfuerzo, y ruega un descanso a la orilla del trayecto.
Consigo remontar la cima, y me hallo ante un paisaje desoladoramente impactante. Todo cuanto mis ojos alcanzan está por debajo de mis pies, y pienso que he coronado el mundo. Es infinito el horizonte, y efímero el ocaso. De repente, sin venir a cuento, y sorprendiéndome con mesura, el pensamiento de cuál será mi próximo paso me aturulla y abruma. Dado que no me queda más que subir, he de bajar, observo con lógica. Aun así, continúa el desasosiego. No quiero bajar, no ahora, que tanto he sufrido y tanto he alcanzado. Parece insuficiente, pues siempre debe haber una cumbre, otra atalaya, otro remonte. No es posible que haya coronado el techo de la tierra, debe de haber un techo en el cielo.
Tras estos angustiosos pensamientos, no me queda más que otear el horizonte, pero no hallo en él lo que busco. No hay cuesta ni escalera que suba más allá, parece, ciertamente, que no es posible continuar la ascensión, y por tanto, es menester deshacer el camino embarrado y seco de nuevo, pues el mundo terrenal sigue ahí abajo, aunque mis pretensiones sean las más altas, las más lejanas, las más empinadas.
Antes de emprender de nuevo la marcha, me siento en una pequeña y rocosa piedra de la vereda, y cierro los ojos. Siento el aire galopando tras mi oreja, y el frío de la altitud erizando mi piel. Lentamente, con la prisa de quien tiene el tiempo en su mano, inspiro una gran bocanada de aire cortante, y rápido, sin instante, vacilación, ni segundo, lo dejo escapar en un casi inexistente segundo. Y gritó.












enc.

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