jueves, 8 de enero de 2009

Por mucho que retroceda en mi memoria, siempre oigo el mar. Mezclado con el viento en las agujas de los filaos, con el viento que no cesa, ni siquiera cuando te alejas de las costas y te adentras por los campos de caña es el ruido que ha arrullado mi infancia. Lo oigo ahora, en lo más profundo de mí, me lo veo adondequiera que voy. El ruido lento, incansable, de las olas que rompen a lo lejos en la barrera de coral y que vienen a morir en la arena del Río Negro. No pasa un solo día sin que vaya al mar, no pasa una sola noche sin que me despierte, con la espada húmeda de sudor, sentado en mi camastro, apartando la mosquitera e intentando percibir la marea, inquieto, lleno de un deseo que no comprendo.
Pienso en él como en una persona humana, y, en la oscuridad, todos mis sentidos están alerta para oírlo llegar mejor, para recibirlo mejor. Las gigantescas olas saltan por encima de los arrecifes, se desploman en la laguna y el estruendo hace vibrar tierra y aire como una caldera. Lo oigo, se mueve, respira...





El buscador de oro
, J.M.G. Le Clézio
Premio Nobel de Literatura 2008

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