miércoles, 8 de febrero de 2012

La certeza de que no soy nadie me golpea cuando me acabo la cerveza. O cuando se rompe el hiato. O el diptongo. O me pongo melancólica y blasfemo ante el espejo y me lloro. Me perdono y me odio a partes iguales. Acabada como Norma Desmond nadando en su piscina de Boulevard Sunset, o como Oliveiro recitando a Benedetti sin mañana, y sin mujer sin alas.
La realidad es que no hay verdad aunque la quiera destripar de los negativos o de los palimpsestos. Tengo que buscar en el diccionario el significado del día o de que salga la luna, porque ni de entre las tablillas del somier que cruje al dejarme caer, ni de entre el laberinto de miradas de una calle de invierno puedo sacar algo más que no sea la rótula de un esqueleto cojo.
No hay dolor para el sol. Ya naufragué en los charcos de diciembre, cual centinela de las estrellas y guardián de la palabra. La realidad es la cerveza y el humo, por muy insípidas que nos sepan las venas.
Otra caña, por favor. Y cóbrate de la prórroga o del pitido final. Coge fuego sin pedirlo, que la piedra rechina si no son mis dedos, y quiero oírla cantar, como ya no lo hace el piano o el jazz. Sírvase algo muy frío y beba sin temor, limpio, rápido, y sin besar el vaso. Luego las corcheas nos envuelven y aparecen los fantasmas de entre los vidrios. Yo me río escandalósamente, porque lo que ellos no saben es que he aprendido a ser sombra del cristal; a ser la espuma que queda en el borde y a ser ese círculo húmedo que queda en la tabla de madera cuando todos se van.
Que me canten al oído o que me reciten poesía, que a bailar aún no, pero a cerrar los ojos seguro que les gano.















enc.

1 comentario: