jueves, 14 de octubre de 2010

A veces es un brinco, otras un brusco descenso. A veces volar no sobrepasa los límites de velocidad, las señales se convierten en humo que resbalan por unos labios inhertes. Las directrices del camino se dejan llevar, que no quieren dudas tan llenas de vaho, de incertidumbres y óxido de huesos.
Una palabra inspira, una herida revienta, se abren las ventanas que siempre estuvieron cerradas a un mundo inquisidor, a un juicio con ojos vendados, un dedo que señala.
París siempre fue una ilusión, una pesada levedad que se acomodó junto a mi cama y que me apagaba el despertador de los días impares, los días acabados en uno que sonaban a feliz. Las horas de madrugada un canto de sirenas, un sonido lejano y tosco, un golpeteo sordo que sabía a guitarras afónicas, a cantos desgreñados y a lágrimas negras.
Los sombreros y las Rayban, los pitillos colgados de sonrisas bocabajo. En la ciudad del viento no soplan violines. El invierno silba entre bohemios consagrados y aprendices de primer grado. Sueños y límites. Contradicciones y borracheras, corazones que botan y que se sueltan de las manos, levantan el vuelo.
Bohemio. Bohemio y soñador. Iluso buscador de una palabra, del sentimiento moribundo, de un pequeño mundo oscuro y brillante. Pequeño gran motor de la vida por la vida.
Del amor al arte.














enc.

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